Bélgica
Una boda para los flashes
Alberto, muy criticado por su frialdad durante el enlace civil, se mostró ayer más cariñoso con Charlene
Al fin, felizmente casados. Ante los ojos de Dios, de los 800 invitados presentes en la ceremonia y de varios millones de telespectadores, Alberto y Charlene se unieron ayer religiosamente. Después de haber contraído matrimonio por lo civil, la víspera. Un paso más que simbólico en una mini nación sometida al Concordato y donde el catolicismo es la religión de Estado. De ahí la decisión de Mademoiselle Wittstock de abandonar su protestantismo natal para convertirse en una católica princesa ante la que ayer cayeron rendidos sus súbditos. No era para menos, dada la elegancia que derrochó. Una manera de conjurar el mal comienzo de la ex nadadora en la alta sociedad monegasca, criticada por un estilo extremadamente desenfadado. Sin embargo, ayer deslumbró con un vestido nupcial firmado por el modisto italiano Giorgio Armani, en blanco roto, sin tiara ni diadema, ni más joyas que un broche de brillantes en el tocado, prestado por su cuñada, Carolina de Mónaco.
Poco más de tres minutos le costó a la princesa de Mónaco recorrer del brazo de su padre, el patriarca Wittstock, y escoltada por seis damiselas de honor representantes de los seis barrios de la ciudad, la larga alfombra con los colores del Principado, que la conduciría, bajo nutridos aplausos y sonadas ovaciones, ante el altar instalado en el patio de honor del Palacio. Impaciente, pero sonriente, aguardaba el príncipe Alberto, que lucía uniforme de carabinero, en color marfil, como exige la tradición.
La seriedad de la novia
Acomodados en forma de arco en torno a los contrayentes, ochocientos invitados, entre familiares, amigos, miembros de la realeza, altos dignatarios y muchos rostros conocidos del famoseo internacional, como el estilista Karl Lagerfeld o la «top» Naomi Campbell. Los nervios, la presión o quizá la solemnidad del momento expliquen el gesto grave y el imperturbable rictus de Charlene desde el inicio de la ceremonia religiosa oficiada por el arzobispo de Mónaco, Monseñor Barsi. Nada que ver con la distensión del soberano, que no dejó de repartir guiños a diestro y siniestro entre los asistentes y que se mostró mucho más pródigo en atenciones y mimos hacia su esposa que ella hacia él. La circunspección de la surafricana invitaba a preguntarse incluso si el flamante matrimonio andaba ya mal avenido sólo 24 horas después de su formalización civil. Sin duda una falsa impresión que fue despejándose conforme avanzaba la liturgia. La sonrisa y los gestos cómplices de la radiante esposa llegarían con el intercambio de anillos –Cartier para más señas– y con un canto tradicional de Suráfrica, interpretado por su compatriota, la soprano Pumeza Matshikiza, que consiguió poner un poco de swing a tanta solemnidad.
Como la víspera, los primeros bancos estaban reservados para la familia Grimaldi y los Wittstock. Con generoso escote, Estefanía de Mónaco repartió sonrisas, feliz y satisfecha de ver a su hija Pauline-Grace Ducruet efecturar la primera lectura, seguida por su prima Carlota Casiraghi antes de que el arzobispo se refiriera a la futura descendencia de la pareja y les invitara en su homilía a «vivir un amor único y abierto a los otros». Oculta bajo una pamela de imponente envergadura, la princesa Carolina, más elegante y recatada que su hermana, conservaba el mismo gesto adusto de la ceremonia civil. La música, que no faltó durante todo el oficio, fue una elección personal de la pareja, como el «Standing Stone» de Paul McCartney interpretado por Lisa Larsson y el tenor Keneth Carver. Pero ni Mozart ni Schubert consiguieron arrancarle a la princesa Charlene las lágrimas que vertió al escuchar en la capilla de la Santa Devota un canto a la gloria de la Virgen, ante la que depositó un ramo de mugué, su flor preferida.
El presidente Nicolas Sarkozy fue el primero en abandonar el Palacio en dirección al Fuerte de Bregançon para reunirse con su esposa Carla Bruni, que no pudo acudir por expresa recomendación médica dado su estado de buena esperanza. Los reyes de Bélgica, la princesa heredera Victoria de Suecia junto a sus hermanos Magdalena y Carlos Felipe, el príncipe Federico de Dinamarca y su esposa Marie, representan a la monarquía europea. Por parte de España fue notable la ausencia de los Reyes y los Príncipes aunque parte de la nobleza se desplazó hasta el Principado Luis Alfonso de Borbón, duque de Anjou, con su esposa Margarita Vargas o los duques de Castro.
30.000 perlas en el traje
La ex campeona surafricana llevaba un traje firmado por el modisto italiano Giorgio Armani, que según fuentes de Palacio, ha necesitado más de 2.500 horas de trabajo y está adornado con 40.000 cristales Swaroski y con 30.000 perlas doradas. El vestido de la princesa, ajustado al cuerpo y con escote barco, está realizado en satén blanco, con una larga cola, bordados florales y decoraciones también en nácar de color blanco y oro. El mismo modisto italiano además confeccionó el traje que lució anoche en la cena oficial. Charlene optó por no ponerse ni tiara ni diadema y tampoco lució pendientes ni gargantilla. La única joya que llevaba era un broche de brillantes en el tocado que le había prestado su cuñada Carolina de Mónaco.
Su recogido, un moño bajo con ligero volumen en la coronilla y flequillo a un lado que alargaba levemente el rostro de la novia, resultó ser el peinado perfecto.
El ramo de flores tipo bouquet y de mugué era también obra de Armani. Una vez terminada la ceremonia, la pareja decidió trasladarlo hasta la capilla de Santa Devota, la misma en la que hace 55 años la fallecida Grace lo entregara trassu boda con Rainiero III.
Hubo cierto nerviosismo durante el intercambio de los anillos, que llevaban el sello de la prestigiosa firma de joyería Cartier, informa Aitana Ferrer.