París
Polanski el salvaje
El cineasta está en forma: «Un dios salvaje» es una excelente versión de la obra de Yasmina Reza. En cambio, es improbable que «W. E.», de Madonna, pase a la historia del cine
Roman Polanski y Madonna tienen unas cuantas cosas en común. Comparten signo del zodiaco (Leo), han cosechado fama de controladores y tiranos, y han logrado que su imagen pública coquetee repetidamente con la polémica. Las dos películas que presentaron ayer en la Mostra de Venecia, «Un dios salvaje» y «W.E.», llevan incrustadas en su ADN las tribulaciones de dos vidas que han conquistado las primeras páginas de los tabloides por escándalos de diversa índole. De una forma diametralmente opuesta (Polanski afilando los colmillos y mordiendo la yugular de los bienpensantes, Madonna haciendo el ridículo), las dos películas describen el ego herido de sus autores. Huelga decir que Polanski se quedó en casa y Madonna se vistió como de «Shanghai Surprise», cortando por lo sano con los periodistas que le hacían dos preguntas en una. Polanski saboreó los aplausos desde la distancia y Madonna –que, por suerte, está fuera de competición– digirió con una sonrisa helada los abucheos de la Prensa.
No es extraño que Polanski se sintiera atraído por la obra de teatro de Yasmina Reza. Su tema central es la hipocresía, la fragilidad de los argumentos de lo políticamente correcto. A Polanski, a quien aún le persigue la famosa acusación de violación que le costó unos meses de cárcel en 2009, le interesa la falsedad de ese contrato social que los humanos hemos firmado para soportarnos, y le interesa también bajo qué prisma juzgamos un acto moralmente dudoso o directamente criminal. No es casual que uno de los pocos cambios que ha hecho en la obra de Reza haya sido el escenario en que se desarrolla, antes un apartamento en París, ahora uno en Brooklyn. Por razones obvias, para Polanski Estados Unidos es la cuna de todos los males puritanos, y utiliza el texto, una virulenta sátira, para poner en la picota los valores de la presuntamente civilizada sociedad occidental, los valores de aquellos que siguen considerándole un delincuente.
Con metrónomo
Un niño ha pegado a otro con un palo. Le ha roto dos dientes, le ha partido el labio. Los padres de ambos (Jodie Foster y John C. Reilly, Kate Winslet y Christoph Waltz) se reúnen para decidir cómo actuar. Las máscaras sociales no tardan en caer, los eufemismos dejan paso a las acusaciones, los reproches y los insultos. Cuatro personajes encarcelados en el zulo de sus miserias. Los padres del agresor intentan marcharse de la casa donde se sienten humillados pero siempre hay algo que se lo impide. Hay ecos de «El ángel exterminador» en esta comedia de vocación naturalista. Polanski está en su salsa: amante de los «huis clos», sabe que sólo en una situación de encierro los humanos sacan a la luz sus trapos sucios, sus instintos violentos, su rabia reprimida. Y sabe que, aprovechando ese espacio cerrado, puede poner a sus actores contra las cuerdas, ocupando las cuatro esquinas de un ring que favorece que la puesta en escena sea un ejercicio de geometría euclidiana, con el metrónomo midiendo cada gesto, cada inflexión de voz. Metrónomo que marca el ritmo de las réplicas pero también del montaje, que transmite una urgente sensación de tiempo real al mesurar la agresiva dinámica de la relación entre los personajes.
«Creo que es la primera vez que trabajo en una película en la que los actores no compiten entre sí», afirmó Kate Winslet en rueda de prensa. «Y fue por el miedo que teníamos a la brillantez del guión y a trabajar con Polanski. El miedo nos unió». El cineasta polaco convocó a los actores dos semanas antes de rodar para que intimaran y ensayaran el texto, de modo que, una vez empezada la filmación, sólo tuviera que preocuparse del aspecto visual del filme. Rodó en orden cronológico, como si estuviera dirigiendo una obra de teatro, para que los actores se sintieran cómodos. Y lo están, cómodos y espléndidos: desde Jodie Foster, con el papel más desagradecido de la película, el de la neurasténica defensora de los derechos de los más débiles, hasta Christoph Waltz, cínico incluso en las pausas, en las respiraciones. Cuando ayer le preguntaron a Madonna si dejaría su «trono» (sic) por un hombre o una mujer, respondió: «Creo que podría tenerlos a los dos. O a los tres». Broma bisexual aparte, es fácil entender por qué la historia de amor entre Wallis Simpson y el duque de Windsor le fascina tanto: porque ella no abdicaría ni por el Espíritu Santo. «Quería entender las razones por las que Eduardo VIII renunció a su posición de poder», puntualizó. Para ello, en «W.E.», inventa la historia de Wallis (Abbie Cornish), una mujer infelizmente casada que consume su tiempo obsesionada por la pasión entre Wallis Simpson y el rey que nunca lo fue. Como en «Las horas» –de cuya banda sonora, de Philip Glass, toma prestado un fragmento–, los dos tiempos narrativos se alimentan y complementan, pero los paralelismos entre ambas mujeres son subrayados de un modo a menudo banal o vulgar, y el estilo visual de la película, que se quiere glamouroso, parece filmado por el peor discípulo de Helmut Newton.
Madonna agradeció con la boca pequeña el apoyo moral de Sean Penn y Guy Ritchie, sus famosos ex maridos, a su faceta como cineasta. No es difícil detectar en el personaje de la Wallis moderna ecos de los defenestrados matrimonios de la reina del pop: el marido de la protagonista, eminente psiquiatra, se comporta a veces con la violencia que Penn lucía en sus años «maddonescos» y con la indiferencia con que Ritchie, tan sensible al espiritualismo cabalístico de su pareja como un hooligan lo sería con las bondades de la ópera, parece que la trataba. El interés de Madonna por la figura del macho queda reflejada en el protector de esta nueva Wallis, un guardia de seguridad ruso que compensa su aspecto viril tocando el piano como Chopin y viviendo en un loft propio de un agente de bolsa.
Hablando de sí misma
Madonna podría exclamar aquello de «Wallis, c'est moi», y cuando ayer, en rueda de prensa, hablaba de Wallis Simpson, parecía referirse a sí misma: «Cuando alguien es un icono o una celebridad, queda reducido a una declaración. Wallis merece mucho más que una línea en un libro de Historia. A la gente le gusta menospreciarla. Y sin ella, la historia de Inglaterra sería completamente distinta. No quería retratarla como una santa sino como un ser humano». Es obvio que Madonna ocupará algo más que una línea en los libros de cultura popular, pero es poco probable que ninguna en la historia del cine, al menos por el momento, la citen ni en un pie de página.
¿«Braveheart» a la taiwanesa?
Tiemblen ante la definición que hace Marco Müller, director artístico de la Mostra, de «Warriors of the Rainbow»: «Un "Braveheart"a la taiwanesa». No es del todo inexacta, aunque la torpe ingenuidad de la película de Wei Te-Sheng, que también está protagonizada por un héroe independentista, asustaría al mismísimo Randall Wallace. Producido por John Woo, el filme se centra en la revuelta de Wushe, en la que un puñado de aborígenes taiwaneses lucharon contra la opresión colonial de los invasores japoneses. El primitivismo de los nativos casa a la perfección con la tosquedad de una puesta en escena que abusa de banda sonora, zooms abruptos y rostros inyectados en ira para crear una fábula que reivindica el poder de los oprimidos frente a los opresores. La reivindica, claro, sin opción a grises: una película histórica que niega las nociones más básicas que nos ha enseñado la historia del cine.
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