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Literatura

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«Antoñete»

La Razón La Razón

Y como en el poema de Alfonso Camin, don Antonio Chenel, «Antoñete», que ya había dejado arte, señorío, desorden, amor y angustia a raudales en las plazas de toros y de la vida, superando su timidez y dibujando en el aire un saludo de montera, le habría dicho a su último y más rotundo amor, Karina, madre de Marco Antonio Chenel, su orgullo de padre antiguo: «Cuando yo era torero/ brindaría por ti de esta manera:/ Por la mujer que quiero;/ por esa majestad y maravilla,/ de luna, de mujer y primavera,/ que abraza con los ojos la mantilla/ y aroma como un nardo la barrera./ Por la que tiembla cuando sale el toro,/ estruja entre sus manos los claveles,/lleva al pecho palomas en azoro,/ y se le anida al corazón la pena;/ prefiere mi quietud a mis laureles,/ no escucha los aplausos en la arena;/ y al acabar la fiesta, cuando pasa/ primaveral y airosa entre la gente,/lleva desde el tendido hasta la casa,/ los labios de reir como una fuente,/ los ojos de llorar como una brasa».

Don Antonio era grande entre los grandes. Siempre estaba arriba, humilde, pero arriba. Del mismo orden en la creación del arte que se mueve y se detiene ante la muerte, que eso es el toreo, que don Antonio Ordóñez, el «Rondeño» como Chenel lo llamaba. Que don Francisco Romero, su gran amigo; que don Antonio Mejías «Bienvenida», que don Santiago Martín «El Viti», que don Francisco Camino, que tantos maestros pertenecientes a la generación de oro de la tauromaquia, principiada por los Vázquez, Dominguín y «Manolete», y página de la historia y el recuerdo cuando se cortó la coleta el último de ellos, don Francisco Romero, el que detenía el curso del Guadalquivir como don Antonio Chenel detuvo el tiempo en su casa, Las Ventas, con el toro de sus sueños y su fortuna, que llegó de blanco «ensabanao» de las dehesas de Osborne en el Puerto de Santa María.

Torero siempre, siempre amigo y generoso con los de su casta. El hombre que con un solo carraspeo, junto a Manolo Molés, Emilio Muñoz o Manuel Caballero, regalaba una lección de tauromaquia en sus intervenciones de Canal-Plus. Se adelantaba, se emocionaba y se estremecía con la palabra justa y medida, eso el arte, el mismo que emocionó y estremeció a varias generaciones de aficionados. En aquellas discusiones de mi juventud con mi maestro don Santiago Amón, que si Ordóñez o Bienvenida, siempre su estrambote: «Y no se olvide de Chenel». Ahijado de don Julio Aparicio y padrino de don César Rincón, el colombiano, con el que «Antoñete» dejaba entrever una predilección especial y merecida.
Su infancia la vivió, que era su casa, en la plaza de Las Ventas del Espíritu Santo, que así se llama porque aún no se han enterado los de la memoria histórica y los matacuras de moda. Y de sus hijos primeros, no me puedo olvidar de Pilar, guapa y sonriente, que tan frecuentemente viene por «La Razón». Me lo dijo un día con la misma humildad y pudor que hubiera usado su padre. «Soy hija de un torero»; «¿De qué torero?», le pregunté; de «Antoñete»; «entonces eres hija del arte y de la gloria». Y se puso muy colorada, como arrepentida de haberme confesado la grandeza de sus raíces.

No tuve la suerte de tratarlo mucho, pero sí la de disfrutarlo de continuo, durante décadas. Me hizo llorar de arte cumplido y regalado con la muerte entregada a su cadencia. Ahora que le ha llegado, le dejo mi gratitud desde mis palabras tristes.