Eduardo Sotillos
Lección de tolerancia para intolerantes por Eduardo Sotillos
He sido uno de los setecientos «viewers» que han seguido en su integridad, a través de internet, en la web de la Universidad Católica de Ávila, el debate entre el cardenal Cañizares y el presidente Zapatero, porque a los ex presidentes del Gobierno se les quita el ex. Soy uno de los españoles que aplaudí la iniciativa de LA RAZÓN, de la que tanto disiento, y que hoy asisten complacidos a la repercusión de un encuentro de ideas alejado de la confrontación y el grito que caracterizan las caricaturas habituales en tantos medios de comunicación en las omnipresentes tertulias. Soy también un militante socialista, laico, crítico con algunos aspectos de la política desarrollada por Rodríguez Zapatero en los últimos años de su mandato, pero reconocedor de su buen talante, ese concepto que algunos , con ocasión del encuentro de Ávila, han querido contraponer al talento, como si fueran excluyentes. Confieso también mis prejuicios ante monseñor Cañizares, a causa de algunas declaraciones que contradicen mis principios.
Qué le vamos a hacer. Pero nunca hubiera abucheado su presencia si fuera él quien compareciera en un acto similar celebrado en campo propio. Hubiera elogiado su gesto y le hubiera escuchado con respeto y hasta hubiera abierto mi mente a la posibilidad de que alguna de sus ideas me abriera nuevas perspectivas. Lástima que a la vista de los comentarios de quienes no vieron en su integridad el debate ni el esfuerzo encomiable del moderador, siga habiendo una frontera que marca la irracionalidad y que no se resigna a aceptar que «el otro» puede ser un adversario pero no necesariamente un enemigo. Ni un imbécil. Ayer mismo –y es el motivo de escribir esta nota– mantuve una acalorado discusión frente a quienes, desde mi proximidad ideológica, denostaban a Zapatero por haber aceptado esa invitación. Desconozco si el cardenal soporta críticas similares. Es triste que en España siga resultando tan duro pasar del insulto visceral al respeto por el que tiene todo el derecho a defender su credo, ya sea político o religioso, aunque no sea el nuestro. Todavía se recuerda hoy, como un símbolo de la Transición, la presentación de Fraga a Carrillo en el Club Siglo XXI. Me consta que no faltaron entonces gestos de escándalo y que se rompieron carnés. Pero la democracia dio un salto hacia delante. Avanzaremos muy poco en la consolidación de la convivencia y demostraremos tener poca confianza en la fuerza de las ideas que defendemos, si el discurso se dirige en exclusiva a un auditorio de convencidos, ya sea desde un púlpito o desde el escenario de un mitin, esperando el aplauso y el asentimiento de quienes profesan la misma fe.
En Ávila, los dos antagonistas exhibieron talante y talento. Ofrecieron, a mi juicio, argumentos complementarios, con el acento propio de las respectivas visiones de la sociedad y de la historia, pero en ambos creí entrever una buena voluntad a favor de resolver los problemas del hombre a escala universal. No es la ocasión para hacerlo en este breve comentario, pero sería positivo profundizar en las sinergias que pueden producirse si los laicos miran con interés el diálogo interreligioso propiciado por el Papa y la Alianza de Civilizaciones, auspiciada por Zapatero y sometida a tantas mofas. Podría ser el tema de un nuevo debate.
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