Ciudad del Cabo
Suráfrica ya no es un sueño
MADRID- El 11 de julio se desató la locura roja, el planeta se doblegó a la calidad del fútbol español: campeones del mundo. Pero 24 horas después Suráfrica volvía a la normalidad. A su normalidad. Si a este texto le hubiera acompañado una melodía ahora sonarían acordes sombríos.
El rastro que ha dejado la gran fiesta de Suráfrica a los ojos del mundo es el de un país más unido, inmerso en un proyecto real de cooperación y con unos jugosos ingresos derivados del campeonato. Nada más lejos de la realidad. El turismo durante el mundial generó unos 4.000 millones de euros, cifra que no alcanza a cubrir la inversión total en infraestructuras, unos 4.400 millones. Es decir, pérdidas. El principal problema son los estadios. Los que fueran símbolo de la Copa del Mundo son ahora construcciones ultramodernas que no cuentan con eventos con que llenar sus gradas. Dos conciertos al año, aunque sean los de U2 y Cold Play, y la fiesta de Nochevieja no son suficientes para recuperar los 7 millones que absorbe el mantenimiento. Desde la Organización alegan que «no son infraestructuras para hacer dinero». Sin embargo, el pueblo del País del Arcoiris se pregunta por qué sus gobernantes permiten fugas millonarias mientras uno de cada cuatro hogares carece de electricidad. Datos desesperanzadores hay a raudales, más del 50% de la población vive bajo el umbral de la pobreza. Ésta es una realidad que no ha cambiado, pero que no vimos durante el Mundial. Johannesburgo, Durban o Ciudad del Cabo son ciudades cercanas a la prosperidad, y preciosas. Sí, las imágenes reflejaban urbes normales ¿del todo normales? Su progreso está sostenido por la clase minoritaria, los blancos «afrikaners», los menos que son los más en la clase media-alta. Hay tiendas regentadas por blancos que no permiten que el cliente negro les entregue el dinero en la mano. El racismo y la violencia continúan siendo la gran lacra.
Semanas antes de que comenzara el Mundial fue asesinado un líder ultraderechista blanco a manos de dos jornaleros negros que vivían explotados. El Movimiento Afrikaner juró venganza, pero el campeonato se acercaba y Jacob Zuma, presidente nacional, ordenó silencio. Pasó el Mundial y, a día de hoy, aunque no se ha dado muerte a ningún líder negro, el estado vive una situación cercana a la guerra civil. Los blancos acaparan la riqueza y alimentan lemas por la pureza de la raza mientras los negros, sobre todo los más jóvenes, piden al Gobierno que expropie las granjas a los «afrikaners» sin darles nada a cambio. Para fomentar el odio contra los blancos cantan «Dispara al boer», una canción de los tiempos del «apartheid».
Y en mitad de tanta intolerancia el país soporta un 23% de desempleo. No ayuda que casi la totalidad de lo que se produce se exporte ni que se inviertan grandes cantidades en armamento. La muerte acecha desde demasiados frentes, si no es el racismo, el hambre o la sed, el sida se convierte en el enemigo. Lejos queda el Mundial, quizá fue sólo un sueño de un puñado de noches de verano.
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