San Marcos
Una bienal en decadencia
Conceptualización, ideas, mercado. La Bienal de Venecia se enfrenta a una de sus ediciones más críticas. Mucha ocurrencia, mucha estética. Pero el arte necesita más. Y, mientras, el pabellón español sufre de «paranoia teórica».
Venecia, es sabido, vive de la estética. Es una fábrica de ensueño y mentira. Vive de una belleza que altera los sentidos. Tanto los modifica, que nos puede convertir en un Gustav von Aschenbach (o Dirk Bogarde) arrastrándonos por las plazuelas porque es imposible soportar la belleza del joven Tad-zio. Todo es mentira, pero a veces aparece la verdad: es cierto que la bruma que la cubre todo el día es la misma que vio Turner, más o menos, y es cierto que la decadencia siempre gusta, pero empalaga. Algo de eso le pasa a la Bienal de Venecia, a la 54 Esposizione Internacionale d'Arte. Su comisaria es la suiza Bice Curiger, fundadora y editora de la muy prestigiosa e influyente «Parkett», revista que decidió –era 1983– hablar en profundidad de arte sin participar en las estrategias del mercado (Schnabel era la línea roja).
Bajísimo coste
Ahora ya no es posible porque todo es mercado, lo bueno y lo malo. Este mercado tiene su Fondo Monetario Internacional encabezado por los grandes museos públicos (para el Estado, como ahora). Así que la exposición con la que Curiger quiere explicar su política financiera, «Iluminaciones» (en el Arsenale), es lo que veremos expuesto en nuestros museos estatales, autonómicos y locales –algún aldelanto ya se ha visto––, en el Reina Sofía de Madrid, Macba de Barcelona y otras sucursales territoriales. Obras de un bajísimo coste de producción aunque con un denso aparato conceptual. «Hay que preservar el arte de la vulgarización», ha dicho Curiger. Claro que sí. Y hay que preservar el arte del caos y la confusión, sin orden, jerarquía, formatos, técnicas. Se abre el Arsenale con biombos y construcciones populares chinas de Song Dong, de premonitorio título: «La inteligencia de la gente pobre». Obras inestables, frágiles, sucias, manchadas con el polvo de los asnos.
El recorrido acaba con Urs Fischer, suizo. Es un conjunto escultórico clásico: «El rapto de la Sabina» –que puede verse salpicado de cagadas de paloma en la plaza de la Signoria de Florencia–, en el que tres cuerpos luchan esculpidos en cera. La escena es contemplada por un hombre, también de cera, cuya mecha en la cabeza ya prende: a estas horas ya la tiene casi derretida. Entre una obra y otra hay 83 artistas de todo el mundo con presencia especial de las periferias (donde no hay mercado, al menos, todavía) o de los no periféricos que viajan a la periferia para luego mostrarnos algún vídeo o serie fotográfica: un ejercicio de mala conciencia dicta que lo que está fuera del centro siempre tiene que ser pobre o cutre, si es posible. El suizo y ya desaparecido Harald Szeeman llevó por primera vez a un chino a la Bienal de 1999: «Este año llevo a un chino», recuerda Curiger que le dijo Szeeman. Ahora hay chinos por todas partes y los ricos Emiratos Árabes. Hasta Irán y otras teocracias.
Inquietante perspectiva
Diferente es lo que Curiger propone en el Palacio de Exposiciones de los Giardi di Castelo. Advierte la comisaria que «Iluminaciones» tiene que ver con Tintoretto en su sentido estricto: arrojar luz sobre el arte. No sólo palabras: tres grandiosas pinturas de Jacopo Robusti, llamado el Tintoretto, abren esta parte de la exposción, «La última cena» (sólo ha tenido que cruzar la laguna, vive habitualmente en la isla de San Giorgio), «El robo del cuerpo de San Marcos» y «La creación de los animales». En la sala de al lado está Sigmar Polke con una serie de obras evanescentes con aire del «seteciento» pero críticas y duras como sólo el alemán sabe hacer, por qué infectar a Tintoretto con las dudas de Curiger? Pues porque –aduce– después de la Santa Cena de Leonardo, frontal y ordenada, Tintoretto pintó la suya desde una perspectiva inquietante y lateral. En cuanto al Pabellón Español hay que decir que sufre de «paranoia teórica». Para entendernos: la artista vallisoletana Dora García fue elegida por el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero sufrió un asalto de «inadecuación» para afrontar el proyecto en los términos habituales.
Podía haber renunciado, lo que en sí mismo podría haber sido una «performance» (de la misma manera que Santiago Sierra renunció al Premio Nacional de Artes Plásticas y eso ya suma en su obra). Pero no renunció y le puso el título de «Lo inadecuado». Inadecuado es llevar abrigo en verano o sandalias en el Polo Norte, o no. Y de esa negación, de esa marginalidad, según su expresión, viene su propuesta basada en que propongan los otros. Los que no están. Nunca como en el Pabellón Español se ha mostrado con tanta claridad la comunión entre comisario y artista, o el rapto del artista por el papel impreso, pues el trabajo de Dora García consiste en coordinar una programación de «performances» que funcionarán a lo largo de los seis meses de la Bienal.
Artista sin obra
Adaptar la visita a la Bienal según la programación del Pabellón Español es complicado, imposible e inadecuado. El ambiente que había ayer era confuso: la gente se asomaba y volvía a salir. Otros daban una vuelta. En la puerta, un actor se dirigía a unas decenas de personas a las que, tras enrollar una revista y alzarla, pidió que le siguieran como un guía de exposiciones (un guía sobre un artista sin obra: esa era la propuesta). El grupo siguió al guía, entre ellos, el director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel. Después hemos sabido que Dora García se ha basado en una experiencia similar que tuvo en la galeria Tartaruga de Roma en 1968, y que «Lo inadecuado» parte de negar el principio de autoridad. El presupuesto no es desdeñable: 800.000 euros. Una partida que, tras el déficit de ayuntamientos y autonomías, ya quisiera cobrar algún «curator».
El detalle. La «Piedad» de Miguel Ángel, según Jan Fabre
El dramaturgo y artista belga Jan Fabre ha presentado una obra basada en otro de los grandes del arte universal. Fabre se ha esculpido (lo habrá esculpido su «taller», por supuesto) la «Piedad», de Miguel Ángel, cuyo original está en El Vaticano detrás de un oportuno cristal de protección, en identico mármol de Carrara y en las mismas proporciones, pero con algunos cambios semánticos que todos debemos observar y tener en cuenta. El primero es que la Virgen María, que sostiene a Cristo, ha demudado su rostro de mujer sufriente por una calavera muy realista que enseguida llama la atención entre los visitantes. El segundo es que Cristo es un autorretrato del propio Jean Fabre, pero no desnudo, como en el original, sino vestido con traje, aunque, eso sí, descalzo. El artista, reconocible por su pasión por la entomología –una cucaracha le sale por la manga de la chaqueta–, ha argumentado que con esta obra que replica el original del artista florentino pretende renovar la vitalidad de nuestra escasa espiritualidad. En cuanto al traje, lo más llamativo es que recuerda al que llevaba Paul McCartney cruzando Abbey Road camino de la muerte.
La ministra y el arte de los indignados
Inauguración del Pabellón Español. La ministra de cultura, Ángeles González-Sinde, no faltó ayer a la inauguración del Pabellón Español en la Bienal de Venecia. Y como no pudo ser menos, defendió su propuesta. «Pocos conceptos son tan necesarios como lo inadecuado, tiene que ver con los jóvenes desencantados e insumisos» que están actualmente en algunas plazas de España. «Cada uno tendrá que aguantar su vela –comentó a continuación González-Sinde–. Los artistas lo están haciendo y lo demás lo están haciendo también». La ministra vinculó el arte con las «zonas periféricas» que suelen rodear las ciudades contemporáneas como, volvió a insistir, se ha estado viendo durante todos estos días en los sucesivos disturbios de los indignados. Abogó por un «arte de reflexión ética, de compromiso social y no de ensimismamiento. Quizá vapuleen a quienes gobernamos, pero es saludable. Quizá el único arte que existe es el inadecuado», concluyó.