París
Balenciaga vuelve a Guetaria
Salvadora sabía que su primo Cristóbal iba a llegar lejos cuando cosió para ella su primer vestido, allá en 1912, cuando tenía 17 años. Pero a buen seguro que su amor filial no le hacía presuponer que las puntadas que dio a aquel diseño para que le quedara como un guante, eran las primeras del maestro de la alta costura.
Al propio Balenciaga también le costó asumirlo, un vasco humilde, siempre obsesionado con la perfección, exigente consigo mismo, pero condescendiente con la aprendiza recién llegada. Sólo se mostraba arrogante con aquellos que exhibían el lujo, a los que consideraba asesinos del glamour. Reservado, sólo concedió una entrevista en su vida y dejó los focos para Dior.
De ahí que a buen seguro habría declinado la invitación para asistir el próximo martes a la inauguración del Museo Balenciaga, que presidirá la Reina. Será en su pueblo natal, Guetaria, y en presencia de Hubert de Givenchy, el creador enamorado del artista hasta tal punto que ha aportado a los fondos del centro más de cien trajes de su colección privada. «Era un dios para mí», Hubert dixit.
En total, el «fashionista» que pise la localidad guipuzcoana sólo tres días después de que lo hagan los invitados ilustres se topará una vez atraviese la puerta del Palacio Beorreta Aldamar con seis salas con 90 piezas –70 vestidos y 20 complementos– expuestas, de las más de 1.200 que conforman un fondo documental que irá rotando, porque cualquiera de esos vestidos «olvidados» allí, tendrían más de un postor/a en cualquier alfombra roja, fiesta «high class» parisina o café veraniego en Los Hamptoms. Porque el genio es atemporal. La figura, también. No hay un repaso cronológico en la muestra –salvo en el vídeo biográfico inicial– sino más bien retazos de impactos emocionales: día, cóctel, noche, novia... Pero la que permite hacerse una idea del genio es aquella que los organizadores llaman «Esenciales», en la que los vestidos rotan sobre sí mismos para que aquel que se pone enfrente descubra que la arquitectura es más, mucho más que el puente veneciano de Calatrava o que los Cubos del Prado de Moneo.
Investigador incansable
«Las piezas elegidas no lo son por su espectacularidad sino porque se adaptan al discurso expositivo», justifica la conservadora del Museo, Miren Arzalluz, al hablar de un Balenciaga que estudiaba, analiza, examinaba. «Se encuentra la historia de España y gran parte de la pintura de Goya, Velázquez y Zurbarán», detalla Elio Berhanyer, algo que defiende también Ángeles Fernández Simón, secretaria técnica del Ministerio de Cultura, que destaca «las lecciones de cultura española que hay en sus diseños, como el uso de la mantilla». En fin, un investigador incansable. Así, cuando una prenda le enamoraba en París, la compraba y, de vuelta a España, la desmontaba y la volvía a montar. De aquel empeño por que la prenda fuera para un cuerpo y no al revés, ha llevado a crear un maniquí diferente para cada traje en el Museo, adaptado a su altura y talla. Alta costura para seres inertes que enfundados en el señor de aguja hablan por las costuras. Cuentan, por ejemplo, cómo el vestido de la reina Fabiola está confeccionado en satén marfil con visón blanco en el cuello y cintura, con diadema de brillantes y manto en tul blanco imposible de imitar.
Y aunque el centro de exposiciones se presenta como un espacio sacro, más lo era aún la puesta en escena que el propio Balenciaga preparaba ante sus más fieles en su atelier. Desfiles de más de una hora con hasta 200 modelos, en absoluto silencio, cámaras fotográficas y lápices prohibidos. Atención exclusiva al cliente que hoy se suple con performance, cocktails y tacones, pero que se esfuma cuando la mujer se ve con la prenda frente al espejo en su casa. Con este punto de partida, se convirtió en el más caro –impensable el regateo aunque los títulos nobiliarios dieran para empapelar su taller– y también en el que más vendía a finales de los 50.
No quiso morir de éxito. Por eso, antes de que las leyes del mercado guillotinaran la alta costura o tuviera que mendigar para que le crearan una línea de accesorios de venta fácil que le permitieran perpetuarse, echó el cierre del taller en 1968. «Balenciaga soy yo y Balenciaga se acabó conmigo», sentenció. Claro que cuando él era el rey, el lujo no era de cartón piedra, como el de las actrices actuales, diosas en la alfombra roja, princesas de barrio en su tiempo libre y amantes de mostrar el logo de marca para que se note que se han gastado el sueldo en lucir palmito. «El lujo de Balenciaga tiene que ver más con la sobriedad que con el exceso, una visión de la elegancia sobria, pero con toques de audacia, especialmente en los colores», explica Arzalluz sobre aquellas damas que le adoraban, desde Ava Gardner a Barbara Hutton, pasando por Sofía Loren, Aurora Bautista y la condesa Mona Bismark.
Llegó a tener clientas que le encargaban 150 trajes al año, lo que le llevó a tener en plantilla a 500 personas entre su rincón parisino y sus sucursales españolas. A pesar del emporio, en última instancia todo pasaba por sus manos. Y Balenciaga, hasta tal punto, a muchas de sus mujeres les elaboraba los trajes sin necesidad de prueba. Una vez se empapaba de su silueta, quedaba registrado en su aguja como en un disco duro para la próxima. Todo, con un único fin: crear el traje sin costuras donde el corte permitiera construir la caída perfecta, elegante, simple. El 10 de la Comanecchi fue suyo antes. Pasen y vean. En Guetaria.
Pañuelos robados. La polémica que no se merecía
El Museo Balenciaga ha supuesto una inversión de 30 millones de euros. El centro ha necesitado más de una década para ver la luz, salpicado por un escándalo político que todavía colea. Unas medias de nylon, unos pañuelos y unos guantes donados para el Museo, fueron regalados por el que fuera gerente de la Fundación Cristóbal Balenciaga, Mariano Camio, a varias esposas de «ilustres» del PNV. Parte del proceso judicial sigue abierto, si bien Ayuntamiento, Gobierno vasco, Diputación de Guipúzcoa y Ministerio de Cultura –que hoy forman parte de la Fundación– certifican que el desfalco es cosa del pasado, un episodio que el maestro no merece.
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