Grecia
El huevo y la serpiente
Hitler ocupó en pocos días Noruega, desde Oslo a Narvik, anticipándose a un desembarco inglés, y colocó en el poder al doctor Quisling. La guerra fue apacible para los noruegos: la resistencia, heroica, no pasó de testimonial, y parte de la sociedad albergó veladas simpatías por Alemania y por esa bisutería de la raza nórdica y otras distracciones nazis. Quisling fue ahorcado por traición pero quedó ese poso en toda Escandinavia. En Suecia, Olof Palme fue asesinado por la ultraderecha policial y Stieg Larsson en su trilogía «Millennium» describe el trasfondo neonazi de la nata de la sociedad sueca. En Finlandia todo lo que sea antisoviético tiene su acomodo por el pillaje territorial del estalinismo, al igual que en las tres repúblicas bálticas. La extrema derecha austriaca no es un grupúsculo de nostálgicos, y su equivalente danesa ha forzado que el país abandone el Tratado de Schengen y la libre circulación europea. En Francia son el tercer partido y en Italia La Padania es un vivero. Pareciera que la extrema derecha, o derecha extrema como los socialistas descerebrados nominan al PP, sólo está ausente en el Reino Unido y en la Península Ibérica. El malestar de la cultura tiende a la barbarie y a la Cabalgata de las Walkirias. Suecia comenzó trasquilando su Estado de Bienestar, hemos seguido los demás y la penetración del islamismo y la inmigración acaban en racismo, xenofobia y un decimonónico nacionalismo romántico. Y si en Alemania no se descascarilla el huevo de la serpiente es por la dura legislación antinazi. Además de pensar en Grecia, la Unión Europea debería reflexionar sobre el regreso de los nacionalismos bárbaros, sean el noruego o el vasco, porque el de Oslo no está solo.
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