Cataluña
Treinta y dos años
Durante el proceso de redacción de la Constitución de Estados Unidos, se plantearon de manera extraordinariamente lúcida los problemas que han ido aquejando a otras constituciones posteriores sin excluir el de la interpretación. Fue precisamente James Madison el que tuvo el mérito de dictar, al respecto, una regla de notable brillantez: «No separéis el texto de su trasfondo histórico. Si lo hacéis, habréis pervertido y subvertido la Constitución, lo que sólo puede acabar en una forma distorsionada y bastarda de gobierno ilegítimo». He reflexionado mucho sobre esta afirmación de Madison al ver la manera tibia –este periódico es una excepción– en que se ha recordado el trigésimo segundo cumpleaños de nuestra ley máxima. La Constitución de 1978 fue la coronación de un proyecto político de éxito como la Transición. Nacida del consenso y abriendo la posibilidad de gobernar tanto a las derechas como a las izquierdas, debía proporcionar las bases para una convivencia democrática y en paz como no lo había logrado ningún texto constitucional previo. Sin embargo, ha cumplido treinta y dos años envuelta en la sensación de que es un texto agotado si es que no inútil y contraproducente. Mucho me temo que la razón se halla en haber olvidado el consejo de Madison. En los últimos años, lejos de respetar la voluntad de los padres de la Constitución, ZP y los nacionalistas la han ido violentando hasta límites impensables. Cuando se redactó, nadie pensó que Cataluña fuera una nación o que el poder central se vería vaciado de competencias en favor de las comunidades autónomas. Sin embargo, eso es lo que hemos visto antes y después del nuevo Estatuto catalán. Tampoco nadie tenía en la cabeza la idea de que el matrimonio pudiera ser algo distinto a la unión de un hombre y una mujer o que el aborto fuera un derecho. Sin embargo, ambos aspectos han alcanzado la categoría de norma gracias a ZP y a sus aliados. Igualmente, la Constitución pretendió solventar las tensiones entre el poder religioso y el civil no mediante el laicismo sino mediante un sistema pactista abierto a la iglesia católica y a las otras confesiones religiosas. Todas y cada una de esas metas, incluso las más innobles, podían haber sido abordadas, pero siguiendo el camino legal que es el de la reforma constitucional. No ha sido así. Por el contrario, lo que se ha producido es una reinterpretación de la Constitución aparte de su contexto histórico concreto y en ella no sólo no ha tenido parte el pueblo sino que ha sido pilotada y aprovechada por castas privilegiadas que se han convertido en las verdaderas beneficiarias de un sistema subvertido. El resultado es que, a estas alturas, la Constitución no sólo está herida sino que además ha dejado de interesar a los ciudadanos que la consideran, en mayor o menor medida, obsoleta. Para colmo, esa conducta nos ha arrastrado a las terribles consecuencias que en su día ya supo prever Madison: la existencia de una forma de gobierno distorsionada, subversiva e ilegítima. Para salir de esa situación existe un camino más fácil que el de la reforma constitucional. Bastaría, siguiendo a Madison, con que la Constitución se interpretara como era cuando la votaron en referéndum hace ya treinta y dos años. Ni más ni menos y antes de que, esta vez sí, se muera.
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