Literatura
Esta tregua muda
Contaba José María Fidalgo (CC OO), que la tarde de uno de los cientos de días en los que Madrid había muerto un poco más con una bomba, se decidió a coger el metro. Y un hombre anónimo, que luce en este relato como la síntesis del paisanaje del país, se le acercó en el vagón para advertirle: «Oiga, Fidalgo, ¿¡Cómo se atreve a coger el metro hoy!? ¿¡No ve que a usted le pueden hacer algo!?». El sindicalista, que por el tono de su voz se hubiera ganado la prisión preventiva si hubiese tenido la tentación de cantarle una nana a un recién nacido, le contestó: «A mí, a usted y a todos. Estos no distinguen, entérese». A un líder obrerista, a un vecino que bajaba la basura, a un guardia civil, a un universitario con acné. Con el paso de todos estos años, los etarras se han atribuido unos falsos prestigios revolucionarios por matar aquí, donde las urnas no discriminan entre ideas y delirios. Las urnas se tragan cualquier clase de papeleta, salvo, aunque sólo «muy» últimamente, las que chorrean sangre. Mal acostumbrados a estar en su garlito, cuando la ETA anunció la tregua del 98, se produjo un temblor de expectativas, parecido al de la mascota que van sacar de la jaula. Es posible que entonces se esperara una merced. Doce años después, esta tregua nace muda: llega cuando se sabe que haber llegado aquí, y de aquí hasta el final, depende de la firmeza de la voluntad.
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