Berlín
IV Reich o Alemania europea por Ramón Tamames
Merkel no debería olvidar que la Unión Europea fue solidaria con su país tras la caída del Muro de Berlín y cuando incumplieron el Pacto de Estabilidad y Crecimiento
¿Recuerdan Vds. el verano de 1989, cuando se produjo la llegada de aquel «cisne negro» de la caída del Muro de Berlín? Nadie pudo preverlo, pues todavía el año anterior, el presidente de la República Democrática Alemana (RDA), Erich Honecker, se paseaba por toda Alemania Occidental con el mayor desparpajo; en la idea de que sería eterno el aforismo de «una nación alemana y dos estados». Uno de ellos, el occidental, de economía mixta y formando parte de todas las alianzas atlánticas; el otro, la RDA como parte del obsoleto sistema soviético, que, sin embargo, en los últimos tiempos había conseguido una especie de consagración política oficial para que seis países de Europa central y los Balcanes siguieran en la órbita de Moscú indefinidamente.
La caída del Muro abrió las máximas expectativas, especialmente en la línea de una posible reunificación alemana; planteada tantas veces con anterioridad, incluso con una propuesta soviética de 1952, de permitir esa reunión en un solo país, pero condicionándola a su neutralidad absoluta. Proyecto que rechazaron los aliados de la OTAN, que preferían una Alemania militarizada a tope, y el propio canciller Adenauer, quien en la RDA veía «demasiados luteranos».
El caso es que, tras la caída del Muro de Berlín, y dentro de la lógica europeísta, Helmut Kohl y François Mitterrand llegaron a un acuerdo: un «do ut des», de modo que mientras el francés aceptaba la reunificación, el alemán pasaba a considerar que tendría que haber una moneda única europea, en vez del predominio absoluto del Deutsche Mark (DM), los marcos alemanes. Con gran esfuerzo por parte de Mitterrand, que hubo de vencer la oposición de media Francia al renacimiento de una nueva gran Germania; por actitudes como las manifestadas por el gran escritor Mauriac: «Me gusta tanto Alemania que prefiero que haya dos».
Así pues, la reunificación habría sido imposible sin un marco europeísta, sin que funcionara el tándem París/Bonn. Y aún más, pues, incorporar casi una veintena de millones de alemanes orientales a la prosperidad de la «West Germany» supuso un esfuerzo hercúleo, en gran medida europeísta. Entre otras cosas, en razón a que, a efectos de suavizar la transición, el canciller Kohl, en vez de recurrir al sistema más rápido y duro para realizar la conversión de los marcos orientales en DM a su valor de cambio entonces (seis por uno), promulgó un «Dictat», declarando la paridad absoluta 1 x 1. De modo que los orientales se encontraron una buena mañana con que eran seis veces más ricos que la noche anterior, en medio de la opulencia que significaba la llegada de toda clase de mercancías y servicios del oeste al este.
En ese crucial momento, 1991, toda la «Europa de los Doce», ya con España y Portugal dentro, prepararon un plan de ajuste; con flujos dinerarios de dimensiones macroeconómicas, de forma que el esfuerzo de la reunificación se diluyó entre doce países, en vez de hacerlo uno solo. Y nadie protestó, pues la fusión de los dos antiguos estados germanos fue saludada por todos como un gran momento histórico, que se esperaba que supondría un enorme impulso para el progreso de la que ya por entonces –de conformidad con el Tratado de Maastricht– empezaba a llamarse Unión Europea (UE).
Algo más de 20 años después de aquellos episodios, nos encontramos, en 2012, con una Alemania ubérrima. No sólo por la legendaria laboriosidad de los teutones, sino también por la solidaridad europea ya comentada. Que, luego, volvió a manifestarse tras el año 2000, cuando se toleraron los incumplimientos de Berlín con el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) de la eurozona, para permitir así los importantes reajustes que llevó a cabo el Canciller Schröder.
Está muy bien que Alemania sea hoy superrica. Pero no debe olvidar –no ya lo que sucedió por tres veces en Europa en 1870, 1914, y 1939, que eso ya pertenece a otra Historia– la solidaridad europea que funcionó en los dos momentos en que más la necesitó el gran país de Schiller y Goethe.
Ahora, las que están sufriendo son las naciones periféricas de la UE (Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia), como consecuencia de la crisis de la eurozona. Y aunque Alemania ha contribuido a crear los organismos y las instituciones que podrán ir completando el eurosistema (fondos de estabilidad europeos, futuras uniones fiscal y bancaria, mayores facilidades de liquidez por parte del BCE, etc.), se percibe la sensación general de que en Berlín pesan más los presuntos intereses propios de Alemania a corto plazo que la devolución de la solidaridad recibida por dos veces del resto de la UE.
Lo que debe manifestarse, por consiguiente, de la manera más nítida, es si estamos ante la pretensión de configurar un IV Reich –a pesar de que en el himno haya desaparecido la estrofa de «Deutschland, Deutschland, ubër alles….»–, o si por el contrario la nueva Germania se asociará más a la idea de una «Alemania europea»; como preconizó Thomas Mann durante los años de las «tempestades de acero». Para lo cual deberían proyectarse sus grandes capacidades y recursos financieros en pro de una Europa en la que centro y periferia se integrasen definitivamente.
No se pretenderá nunca que los países periféricos seamos angelicales, ni puritanos a carta cabal. Entre nosotros, ha habido derroche y burbujas que al final estallaron, como también hemos tenido políticos ineficaces y corrupciones varias y masivas. Pero a la «hora de la verdad», lo que haga Alemania repercutirá en todos los periféricos, a los que no se puede echar de Eurolandia por la borda, sin más ni más; empezando por Grecia, en lo que sería el comienzo de una tragedia europea inconmensurable.
En resumen, es la hora de Alemania, y lo que pasó el jueves 2 de agosto, cuando Draghi no se atrevió a desarrollar su «sermón de las quince palabras» con medidas efectivas para mitigar las dificultades de España e Italia y otros países de la eurozona, hay que reconducirlo lo antes posible. Para que el BCE pueda volver a comprar deuda soberana tras 21 semanas sin hacerlo, para que el Mecanismo Europeo de Estabilidad (el futuro MEDE) tenga licencia bancaria y acceso a los recursos del BCE. Para que, en definitiva, manteniéndose la austeridad indispensable, y cumpliéndose los compromisos de déficit y de techo de deuda, podamos entrar en una fase de crecimiento, que en vez de un espejismo debe ser, más pronto que tarde, un horizonte real.
Ramón Tamames
Economista
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