Berlín

La Transición se despide por Joaquín Marco

La Razón
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No disponemos de suficiente distancia histórica para enjuiciar cabalmente lo que se ha venido calificando como «Transición hacia la Democracia» en la reciente historia española. La desaparición de Santiago Carrillo el pasado martes ha vuelto a desatar las loas del más o menos pacífico devenir de los últimos decenios. Y no cabe duda de que en aquel tránsito tuvo el entonces secretario general del PCE, cargo que ejerció durante veintidós años, un papel decisivo. Por fortuna quedan todavía algunos supervivientes de aquellos acontecimientos como Adolfo Suárez (el gran protagonista, por desgracia, aunque vivo, incapaz de testimoniarlo), Jordi Pujol, Rodríguez de Miñón, Roca, Guerra, Garrigues y algunos más. Pero no cabe duda de la función trascendental que ejerció Carrillo en momentos muy graves. Legalizado el PCE en el mes de abril de 1977, sacrificó su ardor republicano (lo que no le impidió mantener unas excelentes relaciones con el Rey Juan Carlos) y suavizó las tesis del eurocomunismo, que compartía con los dirigentes francés e italiano. Con una excelente perspectiva, había entendido ya que resultaba inevitable la descomposición de aquel comunismo dogmático optando por una mayor independencia de la URSS. Aún manteniéndose fiel a sus ideales, tras los pésimos resultados electorales de 1982, se retiró de la secretaría general, siendo expulsado poco más tarde, en 1985. La fundación en 1986 del PTE-UC fue pura anécdota.

Carrillo fue el modelo de un político pragmático, capaz de adecuarse a diversas situaciones y realizar los análisis políticos más certeros de cuantos protagonizaron la Transición. Entrado en el nuevo milenio, lo demostraría de nuevo en la participación en algunas tertulias. Había sido partidario, durante la clandestinidad de la «reconciliación nacional» y su método antifranquista de acción, las «huelgas generales pacíficas», dieron escaso resultado (nunca llegaron a ser generales, pero sí pacíficas). Sus organizadores poblaron las cárceles de la época, aunque el partido había cuajado, a través de CCOO, en los trabajadores, y logró, asimismo, gran predicamento entre los intelectuales y los dirigentes estudiantiles. Ello tampoco le impediría expulsar a Jorge Semprún y a Fernando Claudín, entre otros. Su figura, entre claros y sombras, está bastante bien analizada. Otra cosa es el fenómeno de este paso, que algunos consideraron modélico, de la Transición, que habría de culminar en una Constitución y en el régimen de partidos que perdura. Algunos consideraron que el verdadero afianzamiento de nuestra democracia era consecuencia del respaldo ciudadano logrado tras el 23F. Pero aquellos años y los anteriores fueron convulsos y no estuvieron exentos de crisis, corrupciones políticas y sacrificios de todo orden.

La Transición, paradójicamente, trituró a UCD, al mismo Suárez y, a la vez, a Carrillo y al PCE. Otros consideran que la verdadera Transición se inicia precisamente con el triunfo del PSOE de Felipe González y el advenimiento de una izquierda moderada, apoyada por Alemania. Cuando se pide que se repitan ahora, en momentos de graves turbulencias, los Pactos de La Moncloa debe entenderse que aquéllos fueron el fruto de una Transición imperfecta. Pero la situación histórica –y no sólo la española– es radicalmente distinta. La desaparición del muro de Berlín significó para ambos bloques un antes y un después. El despegue económico chino ha alterado el concierto mundial. La crisis estadounidense, inapelable, repercute sobre sus aliados. El modelo capitalista se ha remodelado, aunque no refundado, y pone en entredicho aquellas sociedades del bienestar, a las que nos acogimos. Las costuras de la Transición están demostrando también sus fisuras. Nuevos hara-kiris políticos no parecen hoy viables, ni siquiera útiles. Dos emblemáticas figuras de aquel momento, Suárez y Carrillo, sacrificaron sus propias organizaciones en aras de una sociedad más justa y moderna, aunque disponían de fuerzas casi hegemónicas y de los ideales de un pueblo que deseaba equipararse a sus vecinos. Pero la Transición, tutelada por las fuerzas armadas de entonces, no pudo o supo configurar un estado español que integrara los deseos nacionalistas de países con lengua propia. El Estado plurinacional e integrador pasó a convertirse en autonómico. La actual crisis económica ha puesto de relieve los defectos de lo realizado en aquellos momentos turbulentos, donde las decisiones debían tomarse con extremada rapidez y audacia. Hoy vivimos en otro tiempo oscuro, pero de signo muy distinto. Prima lo económico sobre lo político. La estructura misma de las clases sociales se ha transformado. La emigración, que llegó a ser una aportación al desarrollo económico, se entiende como problema. Las clases medias –el colchón social– sufren los castigos más duros. Porque el paro también las azota. Y hay quienes eligen desmantelar lo público, cuando apenas acaba de consolidarse de forma adecuada. Nada permite suponer que una nueva transición (¿hacia dónde?) sea hoy posible. La anterior se despidió hace años y sus protagonistas forman parte de una historia en parte aún no contada. Carrillo deja una laguna con mucho de lo esencial, tal vez ya irrecuperable, pese a sus veinte libros originales.