París
Caza al garimpeiro en la guayana francesa por Alfredo Semprún
Con el precio del oro por las nubes –40 euros el gramo–, tenía que pasar. Dorlín, en la Guayana francesa, es, exactamente, la imagen que todos tenemos de la selva amazónica. En Dorlín, junto a la frontera con Surinam y Brasil, donde las distancias se miden en horas de canoa, hay una ciudad de 8.000 habitantes, Maripasula, acostada perezosamente en un recodo del río Maroni. Es un territorio inmenso, declarado Parque Nacional, en el que malviven algunos cientos de aborígenes, cuyos antepasado decoraron de pinturas rupestres y bajorrelieves cuevas y refugios. Tiempos mejores, sin duda. Hoy, el Ejército y la Gendarmería libran allí una guerra oscura por el metal amarillo. Porque Dorlín es una zona aurífera rica, meca de los garimpeiros brasileños, que atraviesan por miles la selva en busca del oro. Y con ellos, va una corte de los milagros en forma de prostitutas, contrabandistas de alcohol y cocaína, buhoneros, transportistas de gasolina y mecánicos de fortuna que reparan las grandes bombas de agua a presión con las que se abren paso hacia a las vetas. También sicarios, claro. El negocio está en manos de dos mafias brasileras que se dividen el terreno, asignan los placeres a los buscadores y alejan a los espontáneos.
Hasta hace unos años, sobrevivía una ciudad de latas y lonas con bares, pulperías y hasta un cine. Fue arrasada por la Gendarmería francesa con lo que los garimpeiros tuvieron que dispersarse, ocultándose bajo la densidad de la selva y trabajando de noche.
Era hacia 2008 y empezaba otra época. París ofertó a las compañías mineras legales unos lotes de explotación que dejaban fuera a las mafias. De momento, no ha sido posible ponerlos en marcha porque las mafias, tras arreglar unos pequeños desacuerdos privados –con una veintena de muertos en lo que va de año– , han decidido hacer frente al mismísimo Estado francés. Nicolas Sarkozy aceptó el reto y, muy en su carácter, anunció una gran operación militar para llevar la soberanía de la nación hasta el último rincón de Francia. Sin duda, Dorlín puede considerarse el último rincón de Francia e, incluso, del mundo. La tarea no es fácil y, sobre todo, es muy cara. Todo, desde el combustible a las municiones, tienen que llevarse por vía aérea, en helicóptero, o en largas jornadas fluviales. La vida de los soldados es penosa, con patrullas que se prolongan durante semanas, calor y mosquitos, que apenas consiguen penetrar unas decenas de kilómetros desde las márgenes de los ríos. Aún así, poco a poco iban cayendo los placeres clandestinos. No se incautaba mucho oro, es cierto, pero se intervenían los materiales necesarios para su extracción, la gasolina y los abastecimientos que los garimpeiros pagan a precios de usura.
Hace quince días, uno de los helicópteros de la Gendarmería fue alcanzado por fuego antiaéreo. El piloto, herido, consiguió hacer un aterrizaje de emergencia en Mariposula sin más víctimas. La búsqueda de los culpables implicó a las fuerzas especiales de la Infantería de Marina y de la Gendarmería que, sin embargo, fueron emboscados. Tuvieron dos muertos –infantes de Marina– y dos heridos –gendarmes– y tuvieron que retirarse. Así se supo que los garimpeiros habían cambiado sus escopetas y revólveres por fusiles ametralladores «M-16» y «AK-47». En el Elíseo, ya con François Hollande, la noticia de la emboscada cayó como un jarro de agua fría.
El último rincón de Francia corre el riesgo de perderse en manos de las mafias. Se han enviado refuerzos desde Cayena, la capital de Guayana, y en la metrópoli se alistan los paracaidistas. Hollande, como Sarkozy, está decidido a dar esa batalla lejana y difícil. Será larga. Cada semana sube el precio del oro y cientos de garimpeiros cruzan la frontera de la colonia francesa. Brasil y Surinam prometen su colaboración, aunque saben que es imposible cubrir la selva virgen. Y, además, París está obligado a abrir otro frente: esta vez en el desierto de Mali, contra los islamistas.
Liberia: no hay nada mejor que una familia unida
Parecía un gran escándalo, pero no era para tanto. La presidenta de Liberia, Ellen Johnson Sirleaf, que obtuvo el Nobel de la Paz en 2011, antes de que los noruegos supieran que era partidaria de castigar legalmente la homosexualidad, había sido acusada por su propio partido de nepotismo: había colocado a 17 parientes directos en puestos del Gobierno, una cifra exagerada, incluso para los estándares de la región. Ella se ha apresurado a aclararlo. No son 17 parientes, sino sólo tres de sus hijos los que cobran de los presupuestos del Estado. Roberto, Charles y Fumba Sirleaf ocupan, respectivamente, una asesoría presidencial, la vicegobernatura del Banco Central y la jefatura de la Agencia Nacional de Seguridad. Nada reprochable, si se tiene en cuenta que hay tres millones y medio de liberianos y «sólo tres parientes» tienen cargo. Un porcentaje bajísimo...
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