Gente
Así regateaba Carmen Polo a los anticuarios de La Coruña
Los veranos del Caudillo junto a su familia en Coruña convirtieron a la ciudad en «la capital de España» de la época
El parece que incomprendido, casi surrealista y polémico traslado de Franco hoy genera opiniones contrarias. Las hay de todo tipo, desde las nostálgicas –sí, sí–-, a quienes lo consideran desfasado y perteneciente a otra época española donde existía El Ferrol del Caudillo. Ya pocos miran atrás, y acaso nos iría mejor que un presente sin futuro. Aprovechando el caso, no desperdicio la oportunidad de revivir o más bien resucitar mis recuerdos franquistas, cuando era flecha en la centuria coruñesa «La garra hispánica» en plena mocedad, menudos tiempos. Entonces le llamábamos Caudillo y cada verano no se perdía descansar en La Coruña que así se convertía en «la capital de España». En San Sebastián solo pasaba los tres o cuatro días finales antes de reincorporarse a Madrid. Con su íntimo Max Borrell compraban ropa en «Los Juanitos», jugaba al golf en la Zapateira o veían regatas de traineras desde el Club Náutico. Apenas salía, pero doña Carmen no paraba con Pura Huétor y en la Ciudad Vieja visitaba anticuarios con los que regateaba mucho, o tal recuerdan aún dolidos. Siempre pagaba pese a lo difundido. Y así me lo aseguran dos que subsisten.
La familia Franco durante unas vacaciones/Foto: Efe
Residencia de verano
Su tierra gallega suponía relax, descanso y tranquilidad por los amplios jardines del Meirás antaño propiedad de la condesa de Pardo Bazán tras construirlo Emilio Pardo entre 1893 y 1900 y que luego vendió su hija, la condesa de Cavalcanty, Blanca. Está –ahí sigue– a 16 kilómetros del esbelto Obelisco que es santo y seña coruñesa. Resultado de unir varias parcelas, Franco amplió el pazo para convertirlo en residencia de verano familiar más cómoda y relajada que el más barroco de la condesa que entonces llamaban «Las torres». La Coruña organizó una suscripción pública los críticos dicen que impuesta, a saber, pero a mi madre no se la ordenaron y voluntariamente donaba 40 pesetas mensuales, entonces un dinerito que no sobraba. Cada día publicaban la lista de donantes, un motivo de alarde y ostentación . Quedó para la historia promovida por Barrié de la Maza, a quien, agradecido, el Generalísimo después convirtió en conde de Fenosa, siglas de las Fuerzas Eléctricas del Noroeste de España, algo rompedor, revolucionario y poco noble que conmovió hasta las lágrimas a la aristocracia, que solo presumía de dorados y aterciopelados blasones menos comerciales y sintéticos. El Caudillo así se vengó del reconocido desprecio que le tenían los notables sin considerar sus hazañas bélicas en la guerra de África. Tal conducta los dejó mudos y así permanecieron hasta que don Francisco adoptó al que sería inolvidable y tan añorado Rey Don Juan Carlos.
No olvido, aunque podría, cómo «las señoras de su casa» se echaban a temblar cada verano, conscientes y dolidas de que el numeroso séquito franquista hacía crecer y aumentar los precios en los entonces mercados de San Agustín, la enorme y céntrica plaza de Lugo o la más modesta Santa Lucía, donde me crié en su Escalinata casi versallesca. Imagino que subsiste, era impresionante para la época y necesidades. Un alarde de granito gallego. Como las cristaleras de la luminosa Marina que pese a su aparente fragilidad lo aguantan todo igual que la animada calle Real sobre un antiguo cementerio que se descubrió al destaparla para cubrirla con enormes losas de piedra. No es nada provinciana, y en los festivos todo se va en subirla y bajarla. Casi un auténtico y nada disimulable escaparate ciudadano, incluso más que los Cantones. Nunca entendí por qué recurrieron a un nombre tan exótico y distante. Sin cansarte y siempre sonriendo, puedes saludar una docena de veces a la misma gente, subiendo o bajando.
La hice miles de veces porque en plena calle Real mis abuelos tenían dos librería: en el número 42, la de don Lino, luego heredada por los Pueyo –millonarios por las novelas románticas de portada multicolor y art decó– tras casarse Alejandro con mi tía abuela Manolita, una de las cuatro Manuelas familiares que para no liarnos y entendernos distinguíamos por cómo eran físicamente: la rubia, la serena, la dulce... Como murió antes y el testamento lo dejaba todo al superviviente, ahí acabó nuestra fortuna, porque lo de mi abuela Manolita se lo fundió un primo mío –que no lo era tanto– y luego trasladado con su madre a la norteamericana Albuquerque y nunca más se supo. Tampoco Linín hacia falta salvo en el casino de La Granja donde se gastó todo echando mano al cajón.