Viajes
Doce días y dos mil doscientas millas náuticas después
Una travesía marítima de cerca de dos semanas
Una travesía marítima de cerca de dos semanas
Habíamos perdido dos velas, la mayor y el Gennaker, desde que salimos de Las Palmas y nos faltaba menos de una semana para llegar a Saint Marteen, cuando una madrugada se rompió el spinnaker. Yo estaba en el camarote pero salí corriendo en cuanto escuche a Gianluca llamando a Giampa. Me encontré con el Comandante y Gianluca en proa tratando de sujetar la vela que se había caído al agua y me tiré sobre la cubierta para ayudarles.
Con 23 nudos de viento no resultaba fácil hacerse con ella. El precioso y colorido spinnaker parecía luchar buscando su libertad. Giampa y Raquel se unieron a nosotros y entre todos pudimos rescatarla. Rota la driza del Spi, sólo teníamos el Génova, un tipo de foque superpuesto que sobrepasa el palo, para llegar al Caribe. Al haber perdido también la mayor, las maniobras ahora se reducían a poner algún rizo, si soplaba muy fuerte, al Génova ya que el viento como es habitual con los Alisios llegaba de popa o de través.
Ahora que nuestra propulsión se reducía al Génova y al motor, el Comandante y los Gianes se enfrascaron a hacer cálculos del gasoil consumido desde que zarpamos de Mindelo y hacer así una estimación del que disponíamos y necesitábamos para llegar hasta Saint Martin. El Delizia contaba con dos motores Yanmar de 55 CV y una capacidad de combustible de 1000 litros. Además en la bañera de popa estaba estibado un contenedor adicional de combustible que, aún no habíamos utilizado. Después de navegar cerca de mil millas desde que salimos de Mindelo, habíamos consumidas la mitad del combustible de los tanques del catamarán. Hicieron sus cálculos y decidieron que llegaríamos sin problemas al Caribe usando un sólo motor y no superando las 1800 revoluciones por minuto.
A media mañana las cañas nos dieron una alegría: el deseado bonito emergió entre las aguas. Esta noche podríamos hacer marmitako, un plato que ha cautivado a los italianos. A mediodía, Gianluca había preparado una pizza con una base de tomate y anchoas y pizza blanca, que utilizan a modo de pan, tan solo aderezada con romero y aceite. Giampa coció parte del bonito con laurel y lo guardó en aceite de oliva y yo hice gazpacho con los tomates que ya estaban demasiados maduros para ensalada.
Después de cocinar, aproveché para echarme un rato en el camarote ya que, tras el incidente de la vela, ni Gianluca ni yo habíamos dormido. A pesar de ello, no tenía sueño; mi cuerpo ya se había habituado a esa duermevela propia de las largas travesías.
Después de comer y de tomar un rato el sol, solíamos jugar al mus. En el juego, intercambiamos las parejas habituales de las guardias de modo que yo, jugaba con Giampa y Raquel con Gianluca. Mientras aprendían les habíamos dejado una chuleta con las señas del mus y como aún no se las sabían, las miraban antes de pasarlas, lo que ya nos advertía de que algo llevaban. Nos reíamos muchísimo con los Gianes, especialmente con las señas que pasaba Gianluca que eran tan exageradas y confusas que ni su compañera sabía que tenía. Por alguna extraña razón era incapaz de hacer una sola seña y mezclaba varias a la vez, provocando nuestras carcajadas y desconcierto. Giampa le cogió el gustillo al juego y tenía bastante suerte. Aunque al principio sólo jugaba si tenía cartas, a medida que pasaban los días empezó a disfrutar tirándose faroles.
Tenía una sensación de tranquilidad absoluta a la que se unía un sinfín de sensaciones nuevas que me producían un tremendo bienestar. Allí, en medio del mar, sin ningún contacto con el exterior, me sentía más viva que nunca y aún cuando la soledad y el silencio estuvieran tan presentes, no echaba de menos el teléfono, ni la tele, ni las redes sociales, ni salir a dar una vuelta. ¿Cómo era posible que a todo aquello a lo que meses antes no hubiera podido renunciar tuvieran ahora tan poca importancia para mí?
Sólo me preocupaba no saber de mis hijos y mis seres queridos pero sabía que todo estaba bien. Ellos tenían la manera de contactar con el barco en caso de que hubiera alguna situación grave por la que tuvieran que comunicarse con nosotros. A medida que nos acercábamos a nuestro destino empezó a ahogarme la pena. No quería llegar a Saint Martin, no quería que acabara esta travesía, este sueño.
Vivía un momento de inflexión, en el que no podía evitar poner en la balanza lo vivido, el presente y lo que quería aún vivir. Me sentía afortunada y realizada al haber desafiado con éxito mi zona de confort. Allí, en el océano infinito, me sentía dueña del tiempo y de mi destino, sentía que estaba dónde quería estar. Disfrutaba de la soledad y del silencio, del sol y el viento acariciando mi cuerpo, de la contemplación de aquel mar inmenso y un cielo adornado por millones de estrellas. Nuestra existencia podía parecer monótona o aburrida pero yo celebraba como una niña las pequeñas cosas que hacían diferente cada día; la compañía de unos delfines saltando por el costado del barco, la emoción de avistar una orca o un ballenato siguiendo la estela de nuestro barco. Y a pesar de que el azul todo lo llenaba, desde el mar hasta al cielo, a cada instante descubría un nuevo azul, un arco iris diferente en el cielo, nuevos matices y colores del atardecer.
Avanzábamos con el sol, robándole horas al reloj, aunque yo ya había decidido no volver a cambiar las manecillas y quedarme con la hora de Canarias. En realidad me daba igual que hora fuera, pasaba los días sin mirar el reloj, porque era el sol el que marcaba el tiempo. En el mar no existen horas ni días en el calendario. Da igual que sea lunes que domingo, que sean las ocho que las nueve. En estas circunstancias, uno se plantea la importancia relativa del tiempo, aprendes que la única certeza temporal que tenemos la marca el ordenador de a bordo y que sólo el viento y la providencia decide cuándo y cómo arribaremos a nuestro destino.
Llevamos más de una semana sin ver tierra y ya estamos más cerca de América que de África. Hemos superado el ecuador de este viaje y ya empieza la cuenta atrás. Nuestro sistema de navegación cuenta las horas que faltan para llegar a nuestro destino, aunque esta cuenta sea cambiante en función de la velocidad que alcanzamos, en función del viento, el impulso de una ola o el efecto de la corriente. Nos quedan aproximadamente 102 horas para llegar a un punto situado en la isla de St. Martin, con coordenadas 18°04′00″N 63°03′00″O: el puerto de Marigot.
La última noche de guardia y a medida que decrecen las horas y las millas que faltan para alcanzar la isla a la que hemos fijado rumbo, anímicamente, al menos para mí, fue muy dura. Tengo sentimientos encontrados; tristeza porque este reto irremediablemente termina y vértigo ante el que comienza y lo desconocido. Pasada la noche y viendo el amanecer con un café en la bañera, Gianluca avistó por popa lo que parecía un tiburón. Me costó verlo pero al cabo de unos segundos vi la aleta.
Como era tan pronto y los demás dormían no dimos la voz de alarma. Cogí el teléfono para grabar el momento aún sin confiar demasiado en volver a ver el tiburón. Pero pronto, lo vimos por el costado de babor nadando en paralelo y a la misma velocidad que el barco. Ahora, visto de cerca, parecía más que un tiburón, una orca ya que el pecho era blanco y el lomo oscuro. Al igual que los delfines, familia a la que pertenecen a pesar de que les llamen “ballenas asesinas”, aquel bellísimo animal tenía ganas de jugar con el barco. Se situó en proa y entonces sí desperté a Raquel, que no me hubiera perdonado que no la avisara, y a Giampa para que presenciaran el espectáculo. La mar seguía regalándonos momentos únicos.
Y llegó el momento: el último atardecer en el Delizia. Los cuatro nos fuimos a proa y nos sentamos a ver cómo el sol se ocultaba en el mar. El cielo estaba lleno de pequeñas nubes, esponjosas y bajas, y el horizonte se tiñó de gris. Silenciosos y tristes por la inminente despedida nos quedamos contemplando el ocaso hasta que se hizo de noche.
A menos de 15 millas de nuestro destino, los teléfonos cogieron señal y empezó un bombardeo de sonidos y vibraciones. Después de casi dos semanas sin contacto exterior empezaron a entrar mensajes, mails y Whatssaps. Yo desactivé entonces los datos ya que imaginaba que mantenerlos sin wifi iba a tener un elevado coste, como así fue. Prefería esperar a llegar a puerto para contactar con los míos.
Como el Delizia se quedaba en el puerto de Marigot para su puesta a punto para ser charteado, los cuatro habíamos decidido que esa misma noche en cuanto atracáramos nos desembarcaríamos. Giampa había contactado con una amiga suya a la que le pido que le hiciera una reserva para pasar dos noches en un hotel situado en la zona francesa de la isla.
Recogimos el equipaje y limpiamos nuestros camarotes. Raquel y yo además ya habíamos limpiado el interior del barco y las neveras, tirando todo lo perecedero. Al día siguiente estaba prevista la llegada de la tripulación y un equipo de limpieza pero por educación dejamos el interior del catamarán reluciente. Tan sólo quedaba baldear el exterior con agua dulce una vez que estuviera en el puerto, cosa que ya haría la nueva tripulación. Comimos algo rápido, descorchamos la última botella de vino y subimos al Fly cuando quedaban un par de millas para llegar al puerto.
Era ya noche cerrada y la luna estaba en fase de cuarto creciente pero las luces de la isla permitían adivinar su relieve montañoso. Bordeamos la isla Tintamarre y enfilamos hacia la bahía de Grand Case, dónde se encuentra uno de los aeropuertos locales. Al pasar la punta Arago ya divisamos la enorme bahía de Marigot y pusimos proa hacia la bocana del puerto. Justo encima del pueblo que da nombre a la bahía , sobre un promontorio, se alza lo que queda del fuerte de Saint Louis que, en su época, tenía una batería de quince cañones.
Esa noche estaba previsto echar el ancla en la bahía así que nos preparamos todos para la maniobra. La amplitud de la bahía y la escasez de barcos fondeados facilitó que en pocos minutos estuviéramos listos para desembarcar. Como los Gianes estaban bastante enfadados con el Comandante Máximo decidieron que nada más atracar nos iríamos al hotel.
Tras echar el dingui al agua con nuestro equipaje y pisar por fin tierra, llegó el momento de despedirse del Comandante Máximo. Nos abrazamos a él y le agradecimos que nos hubiera permitido vivir a su lado nuestro sueño. Los Gianes nos apremiaron desde el taxi que ya nos esperaba en el muelle con nuestro equipaje y nos fuimos emplazando al Comandante a vernos en los próximos días, antes de que volara a Italia. Después de más de tres mil millas navegando juntos me dio pena dejarle aquella noche solo en el barco.
Nos montamos en el taxi y nos fuimos hacia la zona más oriental de la isla, a Orient Bay, dónde se encontraba el hotel. Estábamos deseando llegar para poder llamar a nuestras familias y decirles que lo habíamos logrado. Pero a pesar de la alegría por haber cumplido nuestro gran reto, cruzar el Atlántico navegando, seguía teniendo una tremenda sensación de pérdida que me impedía disfrutar del momento. En dos días los italianos regresarían a su país y nosotras estaríamos de nuevo solas, buscando un barco para navegar por el Caribe durante los próximos tres meses.
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