Casa Real
Cumbre real en el funeral por Constantino II
Una ceremonia sobria y solemne reunió a la familia real española por primera vez casi en tres años y a casi todas las monarquías europeas
La sencillez del funeral por Constantino II no le restó solemnidad. La gravedad de las voces de los clérigos nos recordaba que el monarca era ortodoxo, religión en la que siempre se apoyó. Su féretro, cubierto con la blanquiazul bandera, se alzaba en el centro. Los collares y placas de las órdenes de las que era gran maestre, yacían sobre cojines. Y ante el ataúd, un cirio ardiente y un icono con la imagen del Redentor que todos sus familiares besaron tras santiguarse a la ortodoxa. Sus hijos varones colocaron una corona de flores donde no figuraba la corona real -realizada en París por «Fossin et Fills» en 1832 y entregada a Pablo I por Alberto de Baviera, en 1959- y la espada ceremonial que se usó en el funeral de Pablo en 1964 y de Federica en 1981. Decenas de coronas florales cubrían la fachada del templo, rodeado de una multitud que quería prestar su último homenaje a la cabeza de una monarquía que la enlazó con las de toda Europa.
No fue un funeral de Estado a pesar de que el difunto fue Jefe de ese mismo Estado. Fue, en cambio, una entrañable reunión familiar. Bastaba ver al diadoco Pablo recibir en la puerta a sus parientes, abrazando a todos y besando las manos y mejillas de ellas. A pesar de haber ya sucedido a su padre, inclinaba la cabeza ante los monarcas reinantes.
Buena sintonía española
Los miembros de las casas reales se sentaron en «el lado del evangelio» -así llamado en el catolicismo-y enfrentados a la familia real griega. Y todos ellos a ambos lados del catafalco. Don Juan Carlos, con el Toisón de Oro en el ojal, y Doña Sofía, sentados juntos -y al lado de ésta su hermana Irene- y detrás de Felipe VI, también con el Toisón, y Doña Letizia, en primera fila. Ella y Doña Sofía, como la mayoría de señoras, con perlas blancas y pocos diamantes, lo justo y necesario en el luto. Llamó la atención especialmente la ausencia de la Princesa Leonor y la Infanta Sofía, así como la buena sintonía de la familia real española, por primera vez juntos en casi tres años. La Reina Sofía, muy afectada por la muerte de su hermano, encontraba consuelo en Don Juan Carlos, así como en su hijo y Doña Letizia, dejando atrás sus diferencias del pasado. También la monarca española zanjaba los rumores de una posible mala relación con Marie-Chantal de Grecia, caminando juntas del brazo antes del funeral.
En primera fila también los Reyes de los Belgas, de los Países Bajos y de Suecia, Alberto II de Mónaco y el gran duque Enrique de Luxemburgo ambos solos, y Margarita II de Dinamarca y su hijo Federico, cerca del altar, frente a la reina Ana María. Margarita, monarca más antigua de los presentes y también jefe de la Casa de la que los príncipes de Grecia son miembros. En segunda fila, Beatriz, ex soberana holandesa, Simeón II de los Búlgaros, la shahbanou Farah, Alejandro y Katherine de Serbia, Haakon Magnus y Mette-Marit de Noruega, Ana de Inglaterra y Sir Timothy Laurence,… En tercera fila Doña Elena y Doña Cristina, juntas, Miguel de Grecia, detrás de Don Juan Carlos, María Vladimirovna de Rusia, Radu de Rumanía, Joaquín de Dinamarca, al lado de Doña Cristina, y, entre otros más, Christian y Sassa de Hannover. Algunos no pudieron asistir por razones laborales, como Aimone de Saboya, cuya esposa es Olga de Grecia. Esas obligaciones le impedirán también asistir al bautizo de la princesa Geraldine de Albania.
En el lado de la familia real griega estaba en primer lugar la reina Ana María, con cruz de diamantes pendiente de su collar de perlas. Junto a ella, Pablo, apretándole la mano, su esposa Marie-Chantaly el primogénito de ambos Constantino. A continuación, Nicolás, Felipe, Alexia y Teodora, los casados con sus consortes.
Pablo pronunció un emotivo discurso en el que hizo referencia a su abuelo y al respeto a su legado del que Constantino II siempre hizo gala. Mencionó cómo su padre ganó la medalla de oro de vela en los Juegos Olímpicos de Roma en 1960 y también cómo, gracias a sus esfuerzos, los Juegos Olímpicos de 2004 se celebraron en Atenas. Subrayó que su padre, tronco de una gran familia, les inculcó unión y sentido del deber, amor entre ellos y por su país. Recordó su difícil reinado y que les enseñó que es preferible que sufra el rey y no su pueblo. Afirmó que siempre amarán Grecia y a los griegos, su tierra y su bandera, que ese amor les da fuerza y deseó a su padre un viaje seguro al más allá.
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