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Cataluña

Votar el Día de los Inocentes

Pedro Sánchez, ayer, en el congreso de los socialistas manchegos en Toledo larazon

El presidente y Sánchez pactaron celebrar las elecciones el 28-D, pero la sucesión de acontecimientos aconsejó limitar aún más la interinidad.

La razón de Estado ha obligado al secretario general del PSOE a hacer malabarismos e incluso a sufrir su propia metamorfosis. No era fácil, claro, pero Pedro Sánchez ha culminado la transformación con un álbum completo de instantáneas junto a Mariano Rajoy. Como mandaban las circunstancias. Por la cuenta que le trae al interés general del país frente a los embates separatistas, quedó explicitada la voluntad del «todos a una». Tras ese ir de la mano entre el Gobierno y el principal partido de la Oposición subyacen razones de fondo: Rajoy apuntala la legitimidad del despliegue del 155 y Sánchez se garantiza la condición de pilar del sistema. Es una obviedad, pero conviene recordarlo ante una trastienda política tan acostumbrada a zambullirse en los barros más partidistas.

Lo sondeos dan fe de que el secretario general socialista ha entrado con buen pie en las casas de muchos españoles. Y ello, aún cuando se ha topado con resistencias internas. No pocas, aunque más o menos previstas. En concreto, con el PSC, en el que varios cargos mostraron su disconformidad con la hoja de ruta; pero también en el seno de su propia Ejecutiva donde, pese a que cerraron filas, sí llegaron a quedar patentes voces discordantes. El temor a ser confundidos con el seguidismo al Gobierno, e incluso a quedar atrapados entre el PP y Cs, ya ha sido explicitado por figuras como Odón Elorza o Manuel Escudero ante el propio Pedro Sánchez, el líder que ganó las primarias –como han empezado a recordarle– tras defender el «no es no» a Mariano Rajoy.

Cierto. No creo que haya ningún político que aguante el peso de la hemeroteca. Un archivo de declaraciones puede poner colorado a cualquiera, pero el secretario general de los socialistas se considera liberado de las cadenas del qué dirán ante lo que considera una obligada respuesta común al separatismo. «El traje de estadista le sienta bien a Pedro», apunta un dirigente crítico del PSOE en otras cuestiones. El cauce de entendimiento entre presidente del Gobierno y jefe de la Oposición es sólido. Fluido. Y eso que ambos, me consta, han podido verse descolocados en momentos puntuales por declaraciones de subalternos en uno y otro bando. Fuentes solventes relatan que el «ambiente» entre los dos alcanza incluso la confianza, más aún tras el Pleno del Parlament del pasado 10 de octubre, en el que Carles Puigdemont dio por declarada y por suspendida la independencia. «Entre Ferraz y La Moncloa han construido un pasadizo secreto para que nadie se enterase de las citas entre Rajoy y Sánchez», cuenta con sorna un funcionario monclovita.

«Rajoy y Sánchez han hablado prácticamente cada hora a lo largo de esta semana», llegan a decir desde La Moncloa. Una afirmación impagable en las horas dramáticas que nos inundan. El diálogo con Sánchez tiene para Rajoy un enorme valor porque supone restaurar juntos la legalidad en la comunidad autónoma. Además, la unidad entre los dos grandes partidos es un alivio para los españoles en momentos tan complicados como los que se viven. Para muestra, este mismo viernes, el presidente del Gobierno confirmó al líder socialista en todos sus extremos las medidas de aplicación del 155 y lo hizo minutos antes de la reunión del Consejo de Ministros. Entre ellas, la celebración de elecciones anticipadas para el 21 de diciembre. Una fecha barajada de antemano y respaldada tanto por Pedro Sánchez como por Miquel Iceta, primer secretario del PSC.

La primera valoración de la convocatoria por parte de Sánchez llegó este sábado. Primero, a través de una carta a la militancia donde la consideraba como «una oportunidad», y luego, ante los delegados del 11º Congreso de los socialistas de Castilla-La Mancha, abanderando la convivencia entre los catalanes. Tanto Rajoy como Sánchez venían coincidiendo, desde que empezaron a sopesar el uso de la herramienta constitucional, en que debería desembocar en unos comicios para que los catalanes votasen con todas las garantías y pusieran fin con su voto al peor periodo de atropellos a la ley, a la razón y al sentido común de la historia de Cataluña.

La idea inicial del PP, sobre todo de su marca catalana, era que esa llamada a las urnas se celebrase en unos seis meses, en primavera. El PSOE, en cambio, planteó desde el principio que deberían hacerse cuanto antes. En enero, si acaso. El día en mente fue el 28, para que la campaña comenzase después de las Navidades. Y así fue pactado entre el presidente del Gobierno y el secretario general socialista. La sucesión de acontecimientos parece haber aconsejado limitar aún más la interinidad del desembarco gubernamental. El motivo, según entornos directos de uno y de otro, era, por un lado, permitir que las piezas se recoloquen en el tablero, incluido un obligado distanciamiento entre el Gobierno y el PSOE (que ha visto la fecha como un guiño a su empeño); y, por otro, vaciar a los independentistas de victimismo, remachando que «la intervención no es para quedarse, sino para restituir la legalidad». «Decían los separatistas que íbamos a mandarles tanques y lo que les mandamos son urnas de verdad», señala un mandatario del PP.

Unas elecciones, por supuesto, donde hay mucho, demasiado, en juego. Todo depende de que algunos se convenzan en Cataluña del recto camino al precipicio que proponen los golpistas. Toda la vista está puesta ya en esa llamada «mayoría silenciosa» a la que ahora toca convertirse en visible yendo a votar para de una vez cambiar las cosas donde se cambian en democracia: votando.