Zaragoza
Suárez y los «heterodoxos»
En estas horas tristes de la muerte de Adolfo Suárez, en las que se agolpan opiniones y comentarios, parece imposible añadir algo a su figura y significación pública, glosadas ya múltiples veces. Quizás por eso pueden tener más interés los pequeños recuerdos personales que completan, desde perspectivas distintas, la figura humana del personaje desaparecido.
Conocí y traté a Adolfo Suárez desde los inicios de la UCD, y le traté con más intensidad en la etapa del CDS, desde aquel verano del 82 en el que media docena de personas nos reuníamos en su casa de La Florida para sentar las bases y ultimar los detalles del nuevo partido. Dos etapas para él semejantes y distintas. Semejantes en lo que tenían de acción política para un hombre cuya pasión era precisamente ésa. Distintas en cuanto la UCD tuvo para él grandes triunfos y grandes contrariedades: triunfos en las elecciones, en su acceso a la presidencia del Gobierno o en el logro de la Constitución, y contrariedades en el acoso de los de dentro y de los de fuera, y en la dimisión final. En cambio en el CDS casi todo fueron contrariedades: el fracaso inicial en las elecciones; la atonía de una trayectoria corta y la segunda dimisión. De paso diré que, en mi opinión, si la desaparición de la UCD fue algo así como la crónica de una muerte anunciada (aquella coalición política –que es lo que era- había cumplido su misión de pilotar la Transición y no podía subsistir como partido), la desaparición del CDS (de hecho consumada con la dimisión del que lo creo) fue, en mi opinión, una verdadera tragedia. Si el CDS se hubiera mantenido, siquiera con quince o veinte diputados, podría haber sido el partido estabilizador de la vida política española, ayudando a conformar las mayorías parlamentarias, y nos hubiera ahorrado el permanente chantaje desestabilizador de los partidos nacionalistas.
Pero en fin, hemos quedado en que no se trata tanto de hacer valoraciones políticas como de recuperar recuerdos personales. Vamos pues con tres pinceladas que tienen en común el respeto que a Adolfo Suárez le merecían las personas: no los próximos y afines (lo cual era obvio), sino también los otros, los menos conformes con el sistema de valores establecidos, los tenidos más o menos como disidentes o «heterodoxos».
Primera pincelada.
Recuerdos del Senado y del debate constitucional
Tras debatir la Constitución en la Comisión Constitucional del Senado, y de cara al debate en el pleno, en el que debería haber un tiempo asignado a la defensa de enmiendas, surgió el caso especial del senador Xirinacs, quien había presentado un sin fín de enmiendas en pro de una república federal. Como era imposible concederle el tiempo estipulado a cada enmienda, se acordó que Xirinacs hiciera uso de la palabra en el Pleno durante dos horas, y que luego le contestara un representante de cada grupo parlamentario. Se me concedió así a mí, representando a UCD, media hora para la réplica.
Era Xirinacs un personaje singular: sacerdote, filósofo, independentista y pacifista beligerante, que había participado en varias huelgas de hambre y había sido encarcelado. Hombre curioso y excéntrico, muerto años después en circunstancias extrañas, asistió entonces como senador a lo largo de meses a las sesiones sentándose en el suelo, gritando y protestando una vez y otra sobre cualquier cosa. De ahí que su intervención final fuera antecedida de comentarios festivos y burlones, esperándose del replicante que le pusiera en ridículo. Era, en fin, lo que se esperaba de mí.
Como aquello no me pareció oportuno, dedique la intervención (como consta en el Diario de Sesiones) a ponderar su condición de pacifista (en un país tan poco pacífico), y a destacar lo mucho que había trabajado con aquel centón de enmiendas que rechazaban la Constitución defendiendo en realidad otra distinta de la República Federal. Le felicité en fin por todo, y con un toque de ironía le dije que sólo se había equivocado en una cosa. Que aquella Constitución suya era buena, pero que él se había equivocado de país.
Al término de la sesión, muchos (los que esperaban el espectáculo, la diversión y las risas) me reprocharon la tibia respuesta, arguyendo que había que «haberle dado una lección». A otros les pareció bien y la discusión fue a mayores, llegando a intervenir el propio presidente del Senado, Antonio Fontán. A la mañana siguiente me llamó Adolfo Suárez para que fuera a verle; me dio un abrazo y me dijo que la intervención le había parecido muy bien. Que a la gente había que respetarla fuera quien fuera e hiciera lo que hiciera, y que sólo nos respetarían a nosotros si nosotros respetábamos a los demás (sic). Aquello fue sentar doctrina.
Segunda.
Visitas al Presidente con los emigrantes
Con ocasión de desempeñar el cargo de Director General de Emigración en el Ministerio de Trabajo, cuyo titular era Rafael Calvo Ortega, solía visitar de vez en cuando por las tardes al Presidente del Gobierno con grupos muy reducidos de emigrantes, a veces de América pero sobre todo de Europa. No eran visitas formales, sino, en realidad, pequeñas tertulias, a las que asistían esos representantes de los emigrantes europeos, que pertenecían en buena medida al Partido Comunista, único partido español entonces con implantación en Europa. En cierta ocasión, con motivo de una de esas visitas, me avisaron de que se había unido al grupo un extremista rabioso y antisistema, que abominaba de la UCD y que venía dispuesto a recordarle al presidente sus orígenes políticos y a organizar la gresca. Yo me creí en la obligación de advertirlo, pero se me dijo que todo seguía igual. Efectivamente, nada más iniciarse la tertulia, el invitado inició un conato de protesta, a lo que Suárez, ya sin chaqueta, le contestó dándole un abrazo, ofreciéndole tabaco (entonces fumábamos todos), preguntándole por su familia y explicándole, entre taco y taco, por qué creía él que no tenía razón. El señor antisistema no es que saliera convencido, pero salió comentando que aquel tío (es decir, el presidente) era increíble. Y es que, como tantas veces se ha dicho, en las distancias cortas, en el sofá, Suárez era casi imbatible.
Tercera.
Ignacio Ellacuría
Con ocasión de los cursos de El Escorial, que dirigí en los primeros años, solía invitar con cualquier motivo a Suárez, que por entonces ya estaba retirado de la política. Uno de esos años le envié el programa de los cursos, en el que figuraba uno sobre el catolicismo en Iberoamérica y la teología de la liberación. A los pocos días me llamó por teléfono para decirme que de todo el programa (en el que participaban políticos importantes, españoles y extranjeros) lo que más le interesaba era ese curso, pero que como no podía ir, le encantaría conocer personalmente al jesuita Ignacio Ellacuría y charlar despacio con él, para lo que nos invitaba a almorzar en un sitio discreto a fin de poder tener luego una tertulia.
Siendo Adolfo Suárez, según parecía, un hombre católico de corte muy tradicional, me chocó un poco la propuesta. Se lo dije a Ellacuría, que aceptó encantado, y yo mismo le llevé en mi coche desde El Escorial a un restaurante de Madrid, donde, encerrados en el reservado, estuvimos los tres hasta que se hizo de noche. Aquella tertulia sobre Dios, la Iglesia, los pobres, el catolicismo en Latinoamérica, etc., mezcla de evocación de sucesos y de confesiones personales, fue en verdad inolvidable. A la vuelta a El Escorial, Ellacuría me confesó en el coche que Adolfo Suárez le había parecido un hombre «fascinante». Al día siguiente llamó Suárez, y entre otras cosas me dijo si me daba cuenta de que habíamos estado almorzando con un «hombre de Dios». Pocos tiempo después Ellacuría murió asesinado en Guatemala. En fin, pequeños pero hondos recuerdos.
Vicepresidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y académico de la Real Academia de la Historia
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