Castilla y León
Los Suárez, un gran legado político pero no económico
España ha perdido al mito de la concordia y de la Transición; ellos, además, a su padre y ejemplo. Los hijos de Adolfo Suárez afrontan unidos estos días difíciles más allá de las tensiones «normales» de una familia ante un momento de duelo.
Alejado ya de la vida política, fuera de la presidencia del Gobierno y decepcionado por el batacazo electoral del CDS, Adolfo Suárez se refugió en un amplio despacho de la calle Antonio Maura. En un coqueto edificio, en el corazón político y jurídico de Madrid, quiso iniciar una nueva vida profesional. «Oye, Lito y ahora, ¿qué hacemos?», le había preguntado a su hombre de confianza, secretario personal y cuñado, Aurelio Delgado, poco después de anunciar su dimisión. «Montar un despacho de abogados y tirar para adelante», le dijo ese abulense de cabello cano, marido de su hermana Menchu y auténtico «fontanero» de La Moncloa suarista. Casi todos le habían abandonado, y Suárez se instaló en el número cuatro de Maura rodeado de un exiguo grupo de fieles. Entre ellos, Alberto Aza y Josep Meliá, dos hombres claves en su mandato como jefe del Gobierno de España.
En aquellos años era muy difícil, casi imposible, verle. Dolido por las traiciones políticas y periodísticas, Adolfo vivía enclaustrado, en una permanente desconfianza, rodeado por su cuñado Lito, sus dos leales secretarias, Julita y Ana, y algunos centristas incondicionales como José Ramón Caso y Rafael Calvo Ortega. Tampoco estaba ya quien había sido su jefa de gabinete, Carmen Díez de Rivera, «la musa de la Transición», que había iniciado una etapa profesional fuera de España. Pero sí recordaba a algunas periodistas a quienes, como impenitente seductor, había recibido muchas veces en La Moncloa. El «gineceo» del Congreso, decía con su sonrisa abrumadora. Fue entonces cuando tuvimos algunos encuentros, a veces, en el reservado del Hotel Ritz. Apenas comía, ni siquiera esa tortilla francesa de la que tanto se habla. «Las arterias te pasarán factura», le advertía José Ramón Caso, uno de los fieles que estuvo con él hasta el final. Fue una tarde, en el despacho de Antonio Maura, cuando se sinceró. Afloraba ya la enfermedad de Amparo, aunque nunca pensó en el trágico desenlace. Mis compañeras y yo hablamos de muchas cosas. Seguía dolido con los suyos, y era generoso con Felipe, entonces en la presidencia del Gobierno. Había luchado por la alternancia democrática y le gustaba. En aquel momento, estaba volcado en su familia. Nos habló de sus hijos y los describió: «Adolfo tiene carisma y le gusta la política. Marian es muy de su casa. Sonsoles me va a salir cooperante. Laura es una artista. Y Javier será un gran economista». Fue entonces cuando hablamos del 23-F y su gallardía. «Presidente, ¿no tuvo miedo?», le preguntamos. Recuerdo ahora su respuesta: «Jamás, yo le temo a la vida mucho más que a la muerte».
Amistad con la Casa Real
Menudas palabras para quien la muerte ha rondado a su familia sin piedad. Todos cuantos han estado estos días en las honras fúnebres lo tienen claro: qué dignidad y entereza en sus hijos. Sin caer en salidas de tono o dramatismos, ante miles de abrazos, a veces sin saber de quién. «No es fácil», comentaba la propia Infanta Elena durante el velatorio en el Congreso. La más vinculada de la Familia Real a los Suárez desde su infancia, cuando intercambiaban juegos entre la Zarzuela y la Moncloa, y asidua a la finca La Povedilla, propiedad de Samuel Flores, suegro de Adolfo Suárez Illana. Como gran aficionada a los toros, la Infanta ha visitado muchas veces la Finca y compartido «tentaderos y capeas» con el primogénito de Suárez. Ella fue la que más habló con sus hijos y nietos mientras se comentaba el admirable comportamiento de toda la familia.
El patriarca se ha ido. ¿Y ahora qué? Deja un histórico legado político, pero escaso económico, según fuentes cercanas a la familia. Una casa de su propiedad lindante con las murallas de Ávila estaba hipotecada y, tras su salida del Gobierno, quiso ejecutarla una entidad bancaria. Fue entonces cuando Adolfo la ofreció a la Junta de Castilla y León para ubicar allí el Museo de la Transición, que, finalmente, se instaló en su pueblo natal de Cebreros. El resto de sus propiedades se limitan a un piso en Mallorca, donde a Amparo le gustaba pasar los veranos, y la actual residencia de Casaquemada, en la urbanización madrileña de La Florida. Un chalé de dos plantas que compró tras la venta de su piso en San Martín de Porres, en Puerta de Hierro, donde vivió hasta su traslado a La Moncloa. Le costó tres millones de las antiguas pesetas y ha sido su refugio durante estos tiempos. Ninguno de sus hijos ha vivido aquí en los últimos años, aunque todos le visitaban con mucha frecuencia, en especial, su nuera Isabel y sus dos hijos, Pablo y Adolfo.
El ex presidente nunca vivió en la opulencia. Al contrario, llegó a pasarlo mal, como reconoció su propia hija Mariam. En su libro «Diagnóstico, cáncer», la hija mayor de Suárez contaba cómo su padre hipotecó todo lo que tenía para pagar los costosos tratamientos de ella y de su madre en la Clínica Universitaria de Navarra y algunos centros de EE UU. «Lo pasó mal tan sólo con su pensión de ex presidente», aseguran amigos muy cercanos. Y aunque nunca lo dirán, fue entonces cuando Suárez recibió todo el apoyo de una familia admirable, los Sánchez-Junco, propietarios de la revista «¡Hola!». Antonio Sánchez-Gómez, fundador del semanario, quería a Adolfo como a un hijo. Le había conocido a través de otros amigos castellanos y le abrió las puertas de su casa, «El Retortillo», en Burgos, como propia. El cruel destino hizo que su único hijo falleciera también de cáncer hace dos años. Suárez ya no lo vio, pero su madre, Mercedes Junco-Calderón, actual propietaria de la revista, mantiene una estrecha relación con el hijo mayor del ex presidente. Las relaciones familiares de todos ellos siempre han sido buenas, sobre todo entre los hermanos. A pesar de su gran discreción, sí ha habido algunos roces entre el cuñado de Suárez, Aurelio Delgado, y Fernando Romero, el marido de Marian, con el primogénito. «Es normal, como en todas las familias», aseguran amigos íntimos de Ávila vinculados a los hermanos del ex presidente Ricardo, Menchu y Chema, «el hermano golfo», como le llamaba Adolfo. Chema fue durante muchos años un personaje muy conocido en la noche madrileña y relaciones públicas de algunos locales emblemáticos. Todos han sido de una enorme prudencia y jamás se han aprovechado de su parentesco para medrar en sus profesiones.
«Prensa amarilla»
Sus hijos tienen ya sus vidas muy marcadas. Adolfo se casó con Isabel Flores Santos, probó la política y no le gustó. Junto a su hermano Javier montó un despacho de abogados en el que también colabora la novia de este último, Tatiana von Breisky. Sonsoles, «la niña de ojos claros», como la llamaba su padre, cuyo nombre evoca a la Virgen Patrona de Ávila, tuvo un desgraciado matrimonio con Pocholo Martínez-Bordiú, sobrino del marqués de Villaverde, yerno de Franco. Aquella boda de tronío y apellidos ilustres derivó en una separación traumática. Tras un fugaz paso por el periodismo, vencer al cáncer y la maldición familiar, Sonsoles se volcó en misiones humanitarias en África, donde conoció a su actual pareja, el músico mozambiqueño Paulo Wilson. En cuanto a Laura, la más pequeña, también operada de un tumor en el pecho, se dedica a la restauración de pinturas y obras de arte. «Es la más liberada y bohemia», opinan amigos cercanos. Ambas hermanas adoran al mayor de la familia y a todos sus sobrinos.
Entre ellos ha causado un profundo malestar el tema del ducado, que el Rey concedió al ex presidente y a sus legítimos descendientes, con Grandeza de España, según el Real Decreto de febrero de 1981. «Prensa amarilla, todo es obra de la prensa amarilla», dicen en el seno de la familia cuando se les pregunta por este asunto. El ducado ha sido objeto de controversia al divulgar algunos medios el interés del hijo mayor, Adolfo, por heredar el titulo que, según algunos expertos en heráldica, le corresponde a su sobrina Alejandra Romero Suárez. Pero matizan que, en Derecho Nobiliario, existe mucha jurisprudencia al respecto tanto en el Tribunal Supremo como en el Constitucional: «Cada título tiene sus propias características en función de los herederos que sobreviven o no al titular designado por la regia potestad del Monarca», según estas fuentes. El asunto no está claro, dado que las Leyes de Toro, promulgadas por los Reyes Católicos en 1505 son modificadas por la nueva normativa de 2006, que anula la histórica preferencia del varón sobre la mujer en los títulos nobiliarios. No obstante, según expertos en la materia, cabe también la posibilidad de que el titular legítimo lo ceda a otro miembro de su familia, con permiso del Rey.
Con la bandera hasta el final
Los hijos y hermanos de Adolfo Suárez califican esta polémica como «cicatera», y mucho más, en estos momentos. Fuentes cercanas a la familia admiten que el viudo de Marian y padre de Alejandra, Fernando Romero, podría estar interesado en el asunto. Sorprendió mucho, desde luego, que Romero ocupase un puesto muy relegado en el velatorio, alejado de sus dos hijos, Fernando y Alejandra. Una joven de veinticuatro años, delgada y de melena larga, estudiosa y discreta, según sus amigos. Licenciada en Derecho y Empresariales, está muy unida a sus tíos, Aurelio y Menchu, con quienes se ve a menudo, y participa en la Asociación para la Transición, que Lito montó en el pueblo natal de Cebreros. Entre los vecinos, no la ven obstinada en una lucha nobiliaria. «Es una chica estupenda, que maduró muy joven al perder a su madre». Dentro de su exquisita prudencia, los hermanos de Suárez coinciden en que este es un tema menor y que el ex presidente estaba muy orgulloso de su hijo mayor. «Es el actual primogénito que perpetúa el apellido», afirman sin reparos.
Son las pequeñas miserias cuando el «gran jefe se va», opina uno de los íntimos que estuvo en el claustro de la catedral abulense. Al margen de la familia, allí bajaron muy pocas personas: Mariano Rajoy, José María Aznar, Juan José Lucas, Juan Vicente Herrera, Ángel Acebes y Jaime Mayor Oreja. A todos les extrañó que el féretro fuera depositado en la tumba con la bandera de España, pues lo habitual es quitarla. «Era su deseo», explicó su hijo Adolfo, el único que se arrodilló y besó la lápida. «Estarás muy cansado», le dijo Rajoy al despedirse. «Estoy destrozado, pero contento».
No hay mejor adiós para un hombre que, como creyente, pensaba que la muerte nunca es el final y que el mal viene siempre de los vivos.
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