Tribuna de Luis María Cazorla

Una Hacienda mutilada

Con el acuerdo PSC-ERC se esfumaría de las arcas estatales el 20 por ciento del PIB de España

La viceprimera secretaria del PSC, Lluïsa Moret (d), y la secretaria general de ERC, Marta Rovira (i), junto los equipos negociadores del PSC y de ERC han firmado este miércoles el acuerdo para la investidura del líder de los socialistas catalanes, Salvador Illa, ante la Biblioteca de Catalunya, en el barrio barcelonés del Raval.
La secretaria general de ERC, Marta Rovira, y la viceprimera secretaria del PSC, Lluïsa Moret, junto los equipos negociadores del PSC y de ERC han firmado este miércoles el acuerdo para la investidura del líder de los socialistas catalanes, Salvador Illa, ante la Biblioteca de Catalunya, en el barrio barcelonés del RavalERC/Marc Puig Agencia EFE

Entre las muchas maneras de caracterizar la época en la que vivimos me parece muy orientativa la de que en ella abundan los límites difusos o, si se me apura, la ausencia de tales.

En las relaciones personales, los límites, que escritos o no son imprescindibles para la convivencia, saltan a menudo por los aires, y paralelamente algunas instituciones públicas orillan barreras hasta hace poco infranqueables.

Reconozco sentir admiración por la obra del filósofo catalán prematuramente fallecido Eugenio Trías. Su filosofía del límite ha contribuido a abrirme la mente.

Al hilo de lo que acabo de afirmar, me parece oportuno enlazar este artículo con su opinión de que: «El mal es el olvido o la ocultación del límite. Es la negación del límite… El mal se produce si se piensa que no hay límite ni diferenciación entre un cerco que aparece y otro que se retira y repliega».

Estas consideraciones iniciales vienen a cuento con relación al acuerdo al que han llegado el Partido Socialista de Cataluña y Esquerra Republicana y que ha hecho posible la investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat catalana.

El revuelo que ha ocasionado ha sido fenomenal. Vaya por delante que no es para menos. Al margen de otros aspectos que quedan fuera de este artículo, es de tal calado lo que pretende en materia de impuestos y gasto público que debe ser analizado desde las principales perspectivas y límites que ofrece para llegar a una conclusión de cierta solidez.

Desde una perspectiva estrictamente política, entendiendo como tal la relacionada con la pura toma y mantenimiento del poder plasmado en el gobierno de la Generalitat de Cataluña, podría entenderse que el acuerdo que allanó el camino hacia esta última a Salvador Illa es inicialmente favorable a los planteamientos no independentistas revestidos del llamado federalismo de izquierdas, según terminología del propio acuerdo.

A primera vista podría ser considerado también favorable para el sistema político cimentado en la Constitución de 1978, porque ha facilitado el acceso al poder de un dirigente que se proclama contrario a la independencia de Cataluña, y que, además, como ha señalado Fernando Vallespín, no es el prototipo del político-estrella más cercano al gesto populista que a la acción de gobierno seria y prudente. Sin embargo, esta es una perspectiva de alcance limitado y no nos podemos detener aquí.

Adentrémonos en el campo del Derecho. Veamos si se respetan los límites que impone principalmente la Constitución, aunque vivamos tiempos de desprecio a un Derecho, que en sus distintos escalones se tiende a estirar y estirar sin temor alguno a romperlo. Recordemos como punto de arranque que el acuerdo, «basado en la negociación bilateral con el Estado», aspira a que la Generalitat «gestione, recaude, liquide e inspeccione, a través de su Agencia Tributaria, todos los impuestos soportados en Cataluña y aumente sustancialmente la capacidad normativa en coordinación con el Estado y la Unión Europea».

En paralelo, esfumado de las arcas del Estado el fruto de los impuestos sobre el 20 por cien del producto interior bruto de España, que es lo que más o menos procede de Cataluña, la aportación económica catalana al Estado se instrumentaría por lo que corresponda «por el coste de los servicios que el Estado presta» en esta comunidad autónoma y por la llamada aportación a la solidaridad con otras comunidades «a fin de que los servicios prestados por los diferentes gobiernos autonómicos a sus ciudadanos puedan alcanzar niveles similares siempre que lleven a cabo un esfuerzo fiscal también similar»; esta aportación ha de ser «explícita y reflejarse de manera transparente».

Esta solidaridad, además de condicionada al denominado esfuerzo fiscal similar, «debe estar limitada por el principio de ordinalidad», entendido solo como capacidad fiscal, es decir, que el lugar que ocupe Cataluña en ingresos per cápita antes de hacer la aportación por solidaridad sea el mismo después de hacerla.

De este modo el mecanismo de solidaridad resulta topado y tendería, en mayor o menor medida según la flexibilidad con la que se aplicara, a congelar la situación de las comunidades autónomas afectadas.

En todo caso, como Diego López Garrido ha escrito: «Esta afirmación introduce un elemento de difícil aplicación, porque la ordinalidad no podrá en la práctica desnaturalizar el principio de solidaridad que tiene una fuerza constitucional superior».

Visto lo anterior, si la aportación solidaria que se promete está acotada y hasta puede llegar a ser nula, y se ve desprovisto de los ingresos de los impuestos devengados en Cataluña, el Estado vería gravemente mermadas sus posibilidades de cumplir con su deber de garantizar la realización efectiva del principio de solidaridad que le imponen varios artículos del texto constitucional.

Acentúa el problema, ahora desde el punto de vista estricto de la igualdad, que, junto a lo que señalo en el párrafo siguiente, el incremento sustancial pactado de la capacidad de la Generalitat de regular los impuestos devengados en Cataluña, podría traer consigo el vaciamiento en esta comunidad autónoma del poder tributario que la Constitución atribuye originariamente al Estado, y que, por ende, sus contribuyentes quedaran sujetos, por ejemplo, a un Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas distinto en aspectos importantes al exigido a los españoles de régimen general.

De esta manera sería más que conseguir la cuadratura del círculo que el resultado al que condujera la ejecución del acuerdo no chocara también con preceptos constitucionales que establecen la igualdad de los derechos y obligaciones de los españoles «en cualquier parte del territorio del Estado», y que «las diferencias de los Estatutos de las distintas comunidades autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales», salvo lo que la propia Constitución, por motivos en los que no entro, establece con respecto al País Vasco y Navarra.

Contribuye a la vulneración del límite de lo jurídico del acuerdo que, frente a lo que proyecta, lo que la Constitución permite es exclusivamente que las comunidades autónomas y, por tanto, sus Agencias tributarias puedan actuar «como delegados o colaboradores del Estado para la recaudación, la gestión y la liquidación» de los impuestos estatales, de ninguna manera que todas estas actividades puedan ser desarrolladas únicamente por la Agencia catalana con exclusión de la del Estado; a su vez, el Estatuto de Cataluña en vigor a lo que más llega en este punto es a posibles fórmulas consorciales entre la Agencia estatal y la catalana.

Por fin, el acuerdo choca ruidosamente con lo diseñado por la Ley Orgánica de Financiación de las comunidades autónomas, que desarrolla directamente la Constitución y que forma parte del bloque de constitucionalidad, cuyo modelo está basado en la generalidad y multilateralidad frente al que el acuerdo alienta que lo hace en la singularidad y bilateralidad, todo ello para redondear cómo el acuerdo vulnera los límites jurídicos en distintos niveles partiendo del constitucional.

En las más altas esferas políticas se ha querido contrarrestar todo lo anterior con la disposición a «reconocer singularidades» a otras comunidades autónomas y «permitir que todas las Comunidades Autónomas que lo deseen recauden y gestionen más gravámenes».

Esto, además de reconocer en el fondo que la nueva financiación para Cataluña no puede realizarse aisladamente sino dentro del imprescindible y tan esperado nuevo sistema de financiación de todas las comunidades autónomas, acabaría desembocando en un grave e irreparable debilitamiento del Estado, en grandes dificultades económica de éste para cumplir con el principio de solidaridad por carecer de los medios necesarios para ello, en un fraccionamiento de la regulación y exigencia de los impuestos más importantes que afectaría sustancialmente a la igualdad de todos los españoles y en una permanente lucha entre comunidades autónomas con un Estado débil y sin instrumentos adecuados para mediar.

Es capital examinar el acuerdo desde una perspectiva práctica que tenga muy en cuenta los límites que la realidad su ejecución tendría que afrontar.

Es opinión hasta donde yo conozco prácticamente unánime entre los que entienden de estas cosas que la gestión, liquidación, recaudación e inspección de las grandes figuras sobre las que se cimenta un sistema tributario -Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, de Sociedades y sobre el Valor Añadido- requieren una actuación centralizada y coordinada que garantice su aplicación eficaz y uniforme.

El acuerdo erige un enorme obstáculo para lograr esto y desconoce los límites que la realidad impone. Aspira, recordémoslo, a que sea la Agencia tributaria catalana la que lleve a cabo tales tareas, lo que en la práctica entrañaría que la del Estado desapareciera o quedara reducida a casi nada.

Esto, a la par de incurrir en todo lo señalado hasta aquí, tendría consecuencias muy negativas para un sistema eficiente de gestión de los impuestos.

Ante todo, la Agencia catalana no contaría con los medios personales y materiales para abordar debidamente tan ingente tarea y la fórmula del traspaso adecuado y suficiente de los que la estatal ha acopiado después de una prolongada y muy costosa trayectoria a lo largo de muchos años es más quimérica que factible, en cualquier caso, tendría que enfrentarse a obstáculos prácticos tremendos y, si a la postre se consiguiera, supondría fraccionar la gestión de las bases de datos, instrumento esencial para una eficiente gestión tributaria.

Basta un ejemplo entre los muchos esgrimibles: ¿Quién y cómo controlaría los elementos integrantes de las bases imponibles del Impuesto sobre el Valor Añadido y del sobre Sociedades generadas fuera de Cataluña?, y, a la inversa, ¿quién y cómo lo haría con los generados en Cataluña de contribuyentes sujetos a lo que quede de la Hacienda estatal?

La fragmentación de la Agencia Tributaria del Estado y sus consecuencias en la gestión, liquidación, recaudación e inspección de los impuestos abriría nuevas puertas al fraude y por este camino «la Hacienda general», y no es menor recordar que esta es competencia exclusiva del Estado según la Constitución, quedaría mutilada.

Abordemos ahora una perspectiva capital. El acuerdo sobrepasa los límites emanados de la configuración del Estado que diseña la Constitución de 1978. Recapitulemos por qué.

Proyecta privarle de parte sustancial, sin saber hasta dónde puede llegar, de su poder de regular los grandes impuestos aplicables en Cataluña a lo que hay que sumar la pérdida de su gestión, liquidación, recaudación e inspección.

El principio de ordinalidad constriñe su capacidad redistributiva y garantizadora de servicios mínimos comunes para toda España en atención a la solidaridad interterritorial. Incluso, dueña la Generalitat de los ingresos tributarios, de la «caja», podría llegar a desaparecer toda aportación solidaria no solo como consecuencia del principio de ordinalidad, sino por la vía de hecho propiciada por un hipotético gobierno proindependentista futuro, que como tal tuviera en sus manos el dinero recaudado.

Este achicamiento del Estado se traduciría, a su vez, en el encarecimiento de la financiación exterior y en el debilitamiento de su posición ante sus compromisos internacionales y comunitarios.

En suma, lo que el acuerdo pretende en el terreno de los impuestos y del gasto público avanza más de lo que pudiera pensarse superficialmente hacia, en términos reales, la casi independencia de Cataluña en una vertiente tan señera como es la analizada.

No se olvide que históricamente y aún hoy todo Estado soberano tiene tres bases graníticas: el ejército, la justicia y la hacienda.

De ejecutarse hasta sus últimas consecuencias el acuerdo, la Generalitat, además de otros alcances que quedan al margen de estas líneas, contaría ya en muy buena parte con el de la hacienda.

Algo que no oculta, pues en el acuerdo suscrito por las partes «para permitir una investidura encaminada a conseguir que Cataluña gane soberanía a partir de cuatro compromisos esenciales», el segundo de los cuales consiste en «impulsar un sistema de financiación singular que avance hacia la plena soberanía fiscal».

Llegados a este punto, la pregunta es acuciante. Ante los muchos límites que el acuerdo rebasa, y salvo que alguna de las dos partes o las dos persigan solo réditos políticos a muy corto plazo, que se confíe en la imposibilidad de su ejecución o en las muchas posibilidades de que sea aguado en el largo camino que le queda, ¿el acceso a la Presidencia de la Generalitat de un líder no independentista, que ya ha dado muestras de mesura y acertado sentido de la realidad, merecía un precio tan alto y potencialmente traducible en consecuencias tan extremas?

Razones sociales, políticas, jurídicas y económicas me arrastran a un no sin paliativos, más aún si ponemos sobre la mesa una ideología defensora de la igualdad, la solidaridad y el fortalecimiento de lo público.

No quiero poner el punto final sin recalcar que lo que consta en el acuerdo en el terreno impositivo y del gasto público reviste tan enorme trascendencia que en ninguno de sus planos debería ser tratado de la mano de la irresponsable banalidad y la hiriente superficialidad con las que partes no desdeñables de la sociedad y ciertos sectores políticos suelen abordar hoy cuestiones tan esenciales como las abordadas.

Luis María Cazorla Prieto es catedrático de Derecho Financiero y Tributario e inspector de los Servicios del Ministerio de Hacienda (j.)