Historia
Don Juan, 25 años después
LA RAZÓN reproduce a continuación el artículo que Luis María Anson escribió en la muerte de Don Juan de Borbón, bajo el título «Uno de los más grandes españoles del siglo XX».
LA RAZÓN reproduce a continuación el artículo que Luis María Anson escribió en la muerte de Don Juan de Borbón, bajo el título «Uno de los más grandes españoles del siglo XX».
«Don Juan, el que una mañana de la primavera de 1977 se cuadró ante su hijo, inclinó la cabeza altiva y dijo: “Majestad, por España, todo por España. ¡Viva España! ¡Viva el Rey!” Y abdicó así los derechos históricos a la Corona, que había custodiado, frente a la dictadura, durante treinta y seis años.
Don Juan, primer súbdito de Juan Carlos I, el joven Monarca que ha cumplido el destino histórico de devolver la soberanía nacional al pueblo español.
Don Juan, el que contempló con emoción la sagacidad política y la prudencia de su hijo, el Rey, convertido en estos años en el Jefe de Estado con mejor imagen internacional de nuestra Historia contemporánea.
Don Juan, el descendiente de los Reyes Católicos, el que mantuvo siempre la fidelidad al Santo Padre y a la Iglesia de Roma; el que sufría las calumnias oficiales que le acusaban de masón, mientras en Estoril algunos españoles le descubrían rezando a solas en la iglesia de San Antonio o ayudando a misa con la sencillez del que había puesto la vida espiritual y la religión por encima de cualquier otra cosa.
Don Juan, el enamorado de la patria, el que estuvo siempre dispuesto a defender su unidad hasta la última gota de la sangre, el que lo entregó todo a España: la juventud, la tranquilidad, las horas de descanso, la salud, el silencio ante las calumnias y las persecuciones, el trabajo infatigable y tenaz, los sufrimientos intensísimos que solo él conocía, la abdicación en el momento exacto, ni antes ni después, de los derechos que recibió de su padre.
Don Juan, el culto a la familia, el que tenía en todas las ocasiones delicadezas de enamorado para María de las Mercedes, la esposa ejemplar; el que celebraba con viva emoción los éxitos del hijo, el Rey Juan Carlos I, y de su compañera en el Trono y en la vida, la Reina Sofía; el que volcaba su corazón en Pilar y Margarita, las niñas que le alegraron los años de luchas y zozobras; el que rindió culto a la memoria del padre, Alfonso XIII; de la madre, Victoria Eugenia; el que compartió las risas de los nietos cuando revoloteaban, como pájaros felices, a su alrededor y luego, a solas, le lloraba todavía el alma por Alfonsito, el hijo muerto, sepultado junto al mar océano, entre los crisantemos y las violetas del cementerio de Cascaes, devuelvo a El Escorial en una ceremonia desgarradora.
Don Juan, el que jamás pretendió el Trono, porque reinó en la sombra durante treinta y seis años, con la autoridad moral de un Rey constitucional; Don Juan, el que mantuvo digna y firme la idea de la Monarquía de todos frente a la dictadura y luchó por la libertad contra Franco sin hacer una concesión; Don Juan, el hombre sin rencor, el que padeció las más groseras persecuciones y, muerto el Generalísimo, no hizo una sola declaración que enturbiara su memoria.
Don Juan, el clarividente, el que afirmó la victoria aliada cuando casi nadie en España creía en ella; el que señaló en sus manifiestos los caminos hacia donde derivó España, a pesar de la dictadura; el que jamás perdió los nervios; el que trabajó tenazmente para que en España se organizara la moderación y sobre ella la democracia; el que suavizó aristas, predicó la concordia, alentó la conciliación, cicatrizó las heridas del exilio y la desolación.
Don Juan, el que encaró los briosos desafíos del tiempo nuevo; el que vio ensombrecerse a la política española; el que oyó después cómo sonaba la hora de los camaleones; el que se estremecía ante las ásperas sangres del terror; el que tuvo la dicha de contemplar, después de tantos años, la granazón de la nueva Monarquía.
Don Juan, el que no perdió nunca la gran virtud de la realeza: saber escuchar, y en su pequeño despacho de «Villa Giralda» oyó las voces todas de la condición humana: la abnegación, el patriotismo, la generosidad, la miseria, la traición, la hipocresía, la vanidad inmensa.
Don Juan, el que tocó con las manos las grandezas y los harapos de la política; el que vivió acosado por las ambiciones de los mediocres, y por eso aprendió, como Quevedo, que «el pesebre es bueno para cabras, necesitados y otras gentes con apetito de barrigas y de honras».
Don Juan, el que hizo público el 21 de noviembre de 1975, en un documento transparente, su idea de que la Monarquía recién restaurada debía ser «instrumento de reconciliación nacional y vehículo para el pacífico acceso del pueblo español a la soberanía, a través de la voluntad general libremente expresada».
Don Juan, el que contó siempre con la fidelidad de muchos de los cerebros más lúcidos de la política y la intelectualidad españolas.
Don Juan, el que nunca perdía el sentido del humor y a veces lo manifestaba con agudeza, como al referirse a un viejo político: «No ha acertado nunca y sigue en plena forma».
Don Juan, el respeto a la cultura, el que quiso escuchar la palabra de Pablo Casals, de Juan Ramón Jiménez, de Salvador de Madariaga, de Dámaso Alonso, de Vicente Aleixandre, de Pablo Picasso, de las más altas inteligencias nacionales; el que visitó en su casa a Ramón Menéndez Pidal y le dijo: «Vengo a rendir en su persona un homenaje a la cultura española».
Don Juan, el que una tarde en México se quedó largo rato ante una frase grabada en los muros del Museo Antropológico: «Estos toltecas eran ciertamente sabios. Solían dialogar con su propio corazón».
Don Juan, la pasión por el mar, tal vez porque España conquistó sus mayores destinos por los caminos del océano, cuando la Monarquía de Su Majestad Católica cosió con las tres agujas de las carabelas las costas del Viejo y el Nuevo Mundo.
Don Juan, el vuelo del águila, el que se situó en los últimos años de su vida por encima del bien y del mal, el que hablaba desde las páginas de la Historia, y tal vez por eso se expresaba con serenidad absoluta; el que contempló en silencio, igual que su amigo José María Pemán, igual que su hombre de máxima confianza, Pedro Sainz Rodríguez, cómo empalidecía el esplendor en la yerba, cómo se apagaban las antiguas risas, cómo apretaban los viejos dolores enterrados.
Don Juan, grande por su humanidad, grande por su amor a la patria, grande por su capacidad de abnegación, de renuncia, de sufrimiento; grande por su dignidad, grande por su gesto solícito para el humilde, grande por su honradez, por su rectitud, por su hombría de bien; grande por su caballerosidad; grande por la humildad con que reconocía sus defectos y sus errores; grande por el sentido del deber que aprendió de su padre y transmitió a su hijo.
Don Juan, el sagaz, el moderado, el paciente, el del inmenso sentido común, el patriota, el discreto, el de la callada prudencia, el que tenía sobre todas las cualidades esta que su mayor enemigo no le podrá negar: grandeza de espíritu.
Don Juan III, en fin, el que se ha muerto con una dignidad impresionante, el que un día de invierno y de tristeza, con el cáncer enroscado a la garganta, con la fiebre de cuarenta grados quemándole los ojos, azotada la piel por el destino, y el alma, sangre de Reyes, dolorosa imagen de la soledad altiva, quiso cumplir la misión que había jurado en 1941, se fue a la Roma de los Papas y los Emperadores, tomó el cadáver intacto de su padre, lo llevó en un barco de guerra hasta Cartagena y, después, abrazado a la bandera roja y gualda, lo depositó bajo las piedras heladas de El Escorial, en el lugar que le correspondía, allí donde entre mármoles y bronces viejos aguardaban a Alfonso XIII sus antepasados para que pudiera explicarles, con la voz oscura del granito, la lección amarguísima del destierro y la injusticia a los Reyes que escribieron la Historia de España.
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