Directo Black Friday
Josep Ramon Bosch
La crispación como estrategia
La transición fue un éxito político sin parangón, fruto de la voluntad de unos políticos providenciales, que supieron olvidar una historia de enfrentamientos y frustraciones y consensuaron un claro objetivo: el hacer de España un país integrado en Europa, clave de bóveda de los acuerdos.
Vista la crispación actual, poco hemos aprendido de la transición política, un período comprendido entre el 1 de julio de 1976, con el primer Gobierno Suárez, el referéndum de ratificación de la Constitución del 8 de diciembre de 1978 y las elecciones de 1979. Liderado por el Rey Juan Carlos I, hoy objetivo a batir por parte de la progresía hispana, se nombró a Adolfo Suárez jefe de Gobierno el 3 de julio de 1976, implementando la estrategia política de utilizar la Ley Fundamental, la llamada Ley para la Reforma Política, al objeto de cambiar el sistema de Leyes Fundamentales. A lo largo de 1977 tuvieron lugar una serie de acontecimientos decisivos para este proceso histórico, que empezó con el asesinato de tres abogados laboralistas, la silenciosa manifestación en repulsa de estos asesinatos y la legalización del PCE el Viernes Santo, lo que supuso su aceptación del Régimen constitucional y de los símbolos patrios. Siguió con la Ley de Amnistía, dónde se anularon todos los delitos de presos políticos, el regreso a Barcelona de Tarradellas como presidente de la Generalitat y su aceptación del régimen constitucional vigente. Los Pactos de la Moncloa, del 25 de octubre, en los que los partidos políticos acordaron medidas para superar la gran crisis económica y social. Continuó cuando el 31 de octubre de 1978 se aprobó la Constitución en el Congreso de los Diputados que, tras su paso por el Senado, se refrendó el 6 de diciembre. El 29 de diciembre, el presidente Suárez disolvió las Cortes y convocó elecciones generales para el 1 de marzo de 1979. En este proceso tuvieron un papel fundamental Alfonso Guerra y Felipe González al frente del PSOE, que a partir de 1982 gobernarían durante un amplio período.
Desde la llegada al poder de Pedro Sánchez, una parte significativa de la izquierda gubernamental y de la derecha radical se ha abonado a la crispación política, para mantener a su electorado en tensión permanente y deslegitimar al PP, inhabilitándolo para el juego electoral. Ejemplos no faltan, sean las polémicas leyes de la izquierda revanchista, como la de la «Memoria Democrática», la «Ley Trans» o la «ley de solo sí es sí», el blanqueamiento de Bildu, la condescendencia con ERC y los ataques a la Corona. Bien sea el escándalo protagonizado por algunos patriotas de «pulsera con bandera», al descubrir el artículo 2 de la Constitución, en el que se reconocen dos aspectos: la «indisoluble unidad de la nación española» y el «derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran». Es decir, las nacionalidades (naciones culturales) de los territorios históricos de la nación española.
Ante el incremento de la crispación, una inmensa mayoría de españoles muestra un claro hartazgo y se expande la petición que PP y PSOE lleguen a grandes pactos de Estado en asuntos clave para el ciudadano. Solventar el precio de la energía, eliminar la violencia contra las mujeres, la política exterior sobre Ucrania, la renovación del Consejo General del Poder Judicial, la política exterior en relación a Marruecos y el Sáhara Occidental y por último terminar con la permanente crisis territorial, con Cataluña como centro de desestabilización institucional.
Santiago Carrillo escribió en 2008 el libro «La crispación en España. De la guerra civil a nuestros días», un estudio político sobre cómo pudo evitarse la guerra civil, y concluía que los españoles seguimos enfrentados con problemas que otros países resolvieron hace dos siglos. Los grandes pactos de Estado, como los alcanzados durante la denostada transición, deberían ser las materias clave en la política nacional y olvidar la estrategia de la crispación, superando la sombra de las dos Españas.
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