Análisis

España no celebra un debate sobre el estado de la nación desde 2015

Esta anomalía agrava la pérdida de controles en la política

Decía Carmen Martín Gaite que «no hay nada que se pueda comparar a la palabra y a la comunicación». Y, desde luego, razón no le faltaba (nunca y tampoco en este caso): las palabras no son inocuas, sino poderosas y tienen la capacidad de crear marcos mentales en los que nos situamos y que condicionan la manera en la que vemos el mundo que nos rodea y marcan nuestras relaciones y comportamientos. Con la pandemia llegó a nuestras vidas un concepto (inducido a modo de eslogan desde el Gobierno), el de «nueva normalidad», para tratar de explicar los cambios que los ciudadanos debíamos llevar a cabo al retomar la cotidianidad tras los meses de confinamiento.

Más allá de la paradoja implícita en los propios términos, se ha convertido en una especie de comodín para aplicar a cualquier situación que se aleje de lo habitual, como un mantra que justifica prácticamente cualquier excepcionalidad (que no es otra cosa que lo que significa), y esto se extiende también a la vida política. Apelando a la «nueva normalidad» se intentan explicar cuestiones que vienen de atrás y que poco tienen que ver con la Covid-19. Hace unos cinco años, en torno a 2015, España entró en una nueva era política: multipartidismo, inestabilidad por la dificultad para construir mayorías y sucesión vertiginosa de procesos electorales y de acontecimientos (que se calificaban como históricos).

Tradición parlamentaria

Todos estos cambios empezaron a desestabilizar el ritmo normal de la política, ese que marcaba, por ejemplo, que cada año se celebrara un debate sobre el estado de la Nación en el Congreso de los Diputados. Desde 2015 no ha vuelto a repetirse una sesión destinada a tomar el pulso al país de manera general. Es cierto que la Constitución no lo recoge y no hay ninguna ley que lo desarrolle.

No se vulnera, por tanto, ninguna norma al no convocarlo, pero su ausencia es síntoma del enrarecimiento del ambiente de lo público en los últimos años (algo que quizá la pandemia ha acelerado pero que, en modo alguno, ha creado). El primer debate sobre el estado de la nación fue impulsado por Felipe González en 1983, que se inspiró en otros formatos parecidos, y desde entonces se han celebrado 25 con los gobiernos del propio González (diez), de José María Aznar (seis), de José Luis Rodríguez Zapatero (seis) y de Mariano Rajoy (tres).

Pese a no ser una norma escrita, la costumbre de nuestra democracia marcaba que cada año (excepto los electorales) se dedicaba una sesión en el Congreso (casi siempre en el primer semestre) para que el Gobierno rindiera cuentas ante el legislativo y explicara sus líneas de actuación en los grandes temas de Estado. La tradición parlamentaria se frenó en 2015 (con el cara a cara de Rajoy y Sánchez) y, pese a que en 2018 fue Podemos quien exigió al PP que lo convocara (sin éxito), los de Pablo Iglesias, ahora en Moncloa, no se han manifestado (tampoco ningún miembro de la cuota socialista del ejecutivo) sobre la posibilidad de retomar una tradición parlamentaria que compartimos con numerosos países (y comunidades) y que entra dentro del necesario control al Gobierno.

Ampararse en la excepcional situación que atravesamos en 2020 no justifica la ausencia del debate, al contrario, lo hace más necesario. Basta con recordar cómo el inicio del curso político en Europa lo marcó el debate sobre el estado de la Unión y en el que la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, se sometió al Parlamento para explicar las claves del Fondo Europeo para la Recuperación que aspira a paliar los estragos del coronavirus en la economía del continente. La «nueva normalidad» (esto es, la excepcionalidad) de no tener debate sobre el estado de la nación se suma a otras que no podemos (ni debemos) dejar pasar para evitar que se consoliden y erosionen las cadencias que van construyendo, y han ido construyendo en las últimas décadas, nuestra democracia.

Forzar el sistema

Los presupuestos, que esta misma semana han empezado su recorrido exprés en el Senado y que se aprobarán casi con toda seguridad antes de que acabe el año, son otro de los pilares de nuestro sistema aquejado de la inestabilidad política. Aunque en este caso, y a diferencia del debate sobre el estado de la nación, la Constitución sí establece la obligatoriedad de su carácter anual, se ha instalado una creencia generalizada de que son la llave, ni más ni menos, de toda una legislatura. Es cierto que los de Cristóbal Montoro casi se eternizaron, pero no se puede aspirar a que ocurra lo mismo con los de María Jesús Montero. La anormalidad de considerarlos como unas «cuentas de legislatura» radica en la flaqueza parlamentaria del Gobierno: el desgaste en la negociación y las concesiones a partidos nacionalistas e independentistas (el tortuoso camino hacia los «síes») no puede consolidarse como excusa para eludir los tiempos constitucionales.

Y a estas «nuevas normalidades», que se arrastran de las debilidades políticas del último lustro, se puede sumar una carencia propia de nuestro país, la que Antonio Garrigues Walker define en su reciente ensayo «Sobrevivir para contarla» como la ausencia de «conversación pública sana». Aunque es discutible si en esta circunstancia son los políticos reflejo de la sociedad o la sociedad reflejo de los políticos, lo cierto es que la falta de capacidad para una «conversación» sosegada y reflexiva sobre los temas de fondo es un mal instalado en España y en el que ambos, sociedad y políticos (sea quien sea el responsable), deben ir de la mano. Urge recuperar este debate público y amplio imprescindible para la convivencia. Y también, cada año, el del estado de la nación en el Congreso.