Editorial
El Gobierno de España no puede quedar en manos de Bildu
Parece claro que una mayoría de los ciudadanos catalanes y vascos no quieren modelos rupturistas, con lo que sería un contrasentido que Pedro Sánchez desoyera a sus votantes y formara gobierno con los derrotados en las urnas.
El Partido Popular, con Alberto Núñez Feijóo como candidato a la presidencia del Gobierno, ha ganado las elecciones generales celebradas ayer y la formación que representa al centro derecha español vuelve a ser la primera fuerza política en el Parlamento, con más de una docena de escaños de ventaja sobre el Partido Socialista. Como es habitual en democracia, Núñez Feijóo está en su derecho a la hora de reclamar a la Cámara que respete el resultado de las urnas y permita que gobierne el candidato más votado, puesto que nunca en la historia democrática de España se ha investido como presidente a quien ha perdido las elecciones. La alternativa es una coalición de perdedores, con Bildu y los partidos nacionalistas, otra vez, como árbitros de la gobernabilidad de la Nación, y un PSOE que, paradójicamente, ha salvado los muebles y maquillado sus resultados gracias a su apabullante victoria en Cataluña, donde ha superado a la suma de ERC y Junts, y con un buen desempeño en el País Vasco, donde ha sido de nuevo la fuerza más votada.
Parece claro que una mayoría de los ciudadanos catalanes y vascos no quieren modelos rupturistas, con lo que sería un contrasentido que Pedro Sánchez desoyera a sus votantes y formara gobierno con los derrotados en las urnas. Especialmente con un partido como ERC, que ha perdido seis escaños y más de cuatrocientos mil votos y que, ante el trance, ya ha advertido que volverá a la senda del procés y a la exigencia de la celebración de un referéndum de autodeterminación pactado con el Estado, lo que abre la vía a un escenario de inestabilidad política e incertidumbre de muy difícil pronóstico. De ahí, que no se entienda la euforia de los portavoces del gobierno de coalición socialista comunista, que han perdido cinco escaños, más que como expresión de su voluntad de mantenerse en el poder a toda costa.
Llegados a este punto, con la certidumbre de que España está abocada a una travesía que verá agudizarse los problemas de institucionalidad ya existentes y el probable incremento de las tensiones sociales, cabe reflexionar sobre el papel que ha jugado el otro gran protagonista de las elecciones, el partido de Santiago Abascal, en unos resultados frustrantes para el centro derecha, pese a la victoria popular. Porque no es posible obviar que si la «alerta antifascista» ha funcionado entre algunos sectores de la izquierda, consiguiendo movilizar un voto que los sondeos colocaban en la abstención, ha sido por el empeño de los dirigentes de Vox de forzar, desde su minoría, la entrada en varios de los gobierno autonómicos recién conformados, abonando la propaganda del miedo a una involución democrática que, con toda seguridad, sólo era cierta en el imaginario progresista. Tal vez, la formación derechista forzó el discurso y planteó exigencias que no se correspondían con su fuerza política real. Ayer, las urnas dictaminaron un serio castigo a los de Abascal, con la mayor pérdida de escaños de todas las formaciones parlamentarias y, lo que es peor, sin variar un ápice su posición de irrelevancia en el panorama político nacional.
Pero la urgencia del análisis y la proverbial habilidad propagandística de los estrategas de La Moncloa, que, ciertamente, han sabido reconducir una campaña electoral que partía con todos los pronósticos en contra, no debería hacernos olvidar que para que la derrota en las urnas del líder socialista se convierta en victoria en la sesión de investidura tiene que reunir tras de sí el apoyo de dos partidos catalanes, ERC y Junts, que pugnan por la hegemonía nacionalista en el Principado y que mantienen un enfrentamiento sin paliativos. Una circunstancia que muy probablemente podría acabar en un bloqueo político de complicada salida. Finalmente, la repetición del gobierno de coalición de Pedro Sánchez, con el acompañamiento ya descrito, no supondrá que los problemas que viven los españoles vayan a solucionarse por arte de magia.
Porque podrá el presidente del Gobierno escudarse en el discurso victimista de una conjunción de fuerzas obscuras que han batallado contra él desde intereses bastardos para acabar con el gobierno más social de la historia, pero no es cierto. Detrás de la ingente campaña de propaganda desplegada por el entramado gubernamental, detrás de cada cifra, de cada noticia triunfalista, de cada anuncio de nuevas ayudas; detrás de la presentación con formato de gran acontecimiento del maná de los Fondos Europeos los españoles han visto como se desplomaba su poder adquisitivo, como se engrosaban las listas de Cáritas, como se precarizaba el empleo y como el acceso a la vivienda se convertía en un imposible. Un estado de la Nación que no se ha traducido suficientemente en las urnas, pero que no por ello va a desaparecer del horizonte patrio. Cabría esperar una rectificación del nuevo Ejecutivo, pero mucho nos tememos que seguirán en pie los mismos peajes políticos.
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