Benedicto XVI
Benedicto, la síntesis de la razón y la fe
Certeza, si puede decirse, que es la base de un pontificado que reclama la perseverancia en la fe y en la doctrina de la Iglesia por encima de interpretaciones coyunturales, mucho más, cuando la sociedad occidental, en particular, se ve batida por una ola de secularización y descreimiento
Pocos textos explican mejor al Papa Benedicto XVI que su testamento espiritual, redactado en el ya lejano 2006, pocos meses después de asumir la silla de San Pedro, y hecho público tras su fallecimiento. En él, resplandece como en pocas ocasiones la síntesis entre la razón y la fe, la ciencia y la gracia, que explican la figura de un hombre que sabía que el mero conocimiento intelectual no era nada sin la trascendencia espiritual del hombre. En efecto, Benedicto se reconoce en su tiempo y en sus inquietudes teológicas, pero, asimismo, en el hijo de una familia de profundo arraigo cristiano que supo trasmitirle la fe, y en el nacido en una tierra amada que, con su belleza, le hablaba de los dones de Dios. Por supuesto, también de la ingenuidad en la confianza de que la ciencia puede dar certezas irrefutables en contradicción con la fe católica.
Eximio teólogo, el Papa muerto nos explica cómo ha visto derrumbarse, con el correr de las generaciones tesis filosóficas que parecían inamovibles. Certeza, si puede decirse, que es la base de un pontificado que reclama la perseverancia en la fe y en la doctrina de la Iglesia por encima de interpretaciones coyunturales, mucho más, cuando la sociedad occidental, en particular, se ve batida por una ola de secularización y descreimiento que ataca los propios cimientos sobre los que se construyó la idea de una humanidad universal, fraterna, libre y trascendente.
Nos habla, pues, no sólo un Papa de la Iglesia católica, sino el mejor teólogo del siglo XX y, por tanto, uno de los intelectuales de referencia en el mundo actual más allá de las fronteras del hecho religioso. Su hondura espiritual, su rectitud como investigador y su honestidad como el colaborador más estrecho de Juan Pablo II, santo de la Iglesia y uno de los más relevantes papas de la historia, se tradujo después en el pontificado del diálogo, hay que insistir en ello, entre la fe y la razón. En el guía de una Iglesia que con la suficiente sabiduría y lucidez para presentarse al mundo de hoy como el referente moral imprescindible en una sociedad que marcha a la deriva cuando da la espalda a Dios y, por tanto, al humanismo cristiano en el que se asienta nuestra civilización.
Con seguridad, como ocurre en más ocasiones de las que nos gustaría cuando nos apresuramos y nos limitamos apenas a la superficialidad y lo anecdótico, habrá quien se limite a situar a Joseph Ratzinger en los anales de la historia como el pontífice que renunció al ministerio petrino por una falta de fuerzas insuperable, obviando a su vez que nunca se apeó de la Cruz en toda su intensa biografía, tampoco en el peregrinar postrero por este valle de lágrimas. Ese reduccionismo tan inopinado como absurdo prefiere pasar por alto hasta desdeñarla la entrega impagable de un pastor global que durante sus ocho años al frente de la barca de Pedro tuvo que hacer frente a no pocos desafíos, afrontando la implosión de la lacra de los abusos sexuales e intentando poner coto a las enquistadas corruptelas curiales en procesos tan arduos como dolorosos para un pastor que supo sobreponerse. Precisamente esta serenidad perseverante y categórica ha sido la norma de conducta que ha trasladado y que ha guiado estos casi diez años de retiro contemplativo, en los que se ha convertido en un ejemplo de humildad y sencillez en la vejez, a la vez que ha sabido erigirse en un colaborador fiel y leal de Francisco en un contexto inédito de convivencia entre dos papas en la cúspide de la fe.
Todos estos rasgos hablan, en términos confesionales, de una santidad manifiesta de manos de un hombre que dedicó su vida entera a Dios desde el servicio a la Iglesia, pero también a una humanidad que se queda hoy huérfana de un faro moral irrepetible.
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