Opinión
Eterno Manolo
Santana no permitió que la vida le venciera. Fue el líder de una generación espontánea sin la que no se entiende todo lo que vino luego
Tuvieron que ser dos extranjeros, Roger Federer y especialísimamente Ion Tiriac, los que me abrieran los ojos sobre la verdadera dimensión de Manolo Santana, desaparecido prematuramente anteayer en Marbella a los 83 años. Digo prematuramente, y digo bien, porque uno piensa que los mitos son inmortales y los amigos, más. Y porque, a más a más, se seguía cuidando como en sus mejores años de profesional, además de gozar del físico superdotado inherente a cualquier ex deportista de élite. Hará cosa de dos o tres años me lo encontré en la Caja Mágica y percibí que su final estaba próximo. Ya no era el Manolo que transmitía vitalidad a los cuatro vientos. Se nos había convertido en un tipo cabizbajo con ese cuerpo extremadamente encorvado que infunde en el prójimo los peores presagios. Eso sí, la simpatía, la amabilidad, la caballerosidad y su sincera sonrisa estaban igual que siempre. El tenista suizo, uno de los tres mejores de todos los tiempos, si no el mejor, me comentó: «Santana tiene mucha más fama aún fuera de España, es un grande de verdad». Por cierto: al de Basilea la frase le salió del alma porque nadie le había preguntado por él. El dueño del torneo capitalino, el rumano Ion Tiriac, coetáneo de nuestro protagonista, jugador de élite y luego entrenador de Vilas y Becker, fue más contundente: «Manolo jugaba maravillosamente bien al tenis, como pocos he visto en mi vida, si hubiera sido estadounidense o australiano se hubiera anotado muchos más Grandes».
Y eso que mal, lo que se dice mal, no le fue: en su palmarés figura un Wimbledon, otro Open Usa (en la mítica sede de Forest Hills) y dos Roland Garros. Cierto es que en aquella época el transporte aéreo era antediluviano y el tenis era un duopolio australiano-estadounidense. Sólo existía el Pacífico. Nuestro Océano Atlántico era anecdótico en una etapa presidida por el superlativo aussie Rod Laver, sus compatriotas Ken Rosewall y Roy Emerson y los yanquis Arthur Ashe y Stan Smith. El resto del mundo contaba, pero menos… salvo el gigantesco Manolo, que figura en el número 3 del ranking global de los 60. Su biografía de self made man fue ejemplar, al punto que si no viviésemos en la tan paleta como envidiosa España se estudiaría en los colegios y en todas las escuelas de negocios como ejemplo de superación, sacrificio y trabajo bien hecho. Hijo de un republicano que se pasó una década en la cárcel al término de la Guerra Civil, lo normal es que hubiera terminado asumiendo el rol de ciudadano de segunda. Nuestro protagonista no permitió que la vida le venciera. Se metió a recogepelotas en el Club de Tenis Velázquez, una joya deportiva en medio de Madrid que hasta hace bien poco existía, para sacarse unas pesetas y ayudar en casa. Le picó el gusanillo, se puso a jugar, era el mejor y, gracias a la ayuda de los Romero-Girón, descendientes de un ministro de Alfonso XII, pudo empezar a viajar. Conquistó España en un periquete, el mundo tardó algo más, pero no mucho más.
Su leyenda es la leyenda de los pioneros. La de una generación espontánea sin la cual no se podría entender lo que vino después, esa Edad de Oro del deporte español que nos convirtió en la primera potencia mundial del siglo XXI. Su leyenda es la de Joaquín Blume, Ángel Nieto, Bahamontes, Seve Ballesteros, Paco Fernández-Ochoa y un escaso etcétera, el propio de esa España de los 50, 60 y 70 con pésimas instalaciones deportivas y una tradición en la materia que se reducía al fútbol en general y al Real Madrid hexacampeón de Europa en particular. Manolo marcó el camino a los que vendrían después. A Orantes, a Higueras, a los Sánchez-Vicario, a Bruguera, a Carlos Moyá, a Ferrero y, por supuesto, al más grande de todos, Rafael Nadal. Un Rafa Nadal que tal vez nunca hubiera llegado a ser la descomunal realidad que es sin la semillita que puso Manolo. La mímesis funcionó. Vaya si funcionó. Al punto que somos de largo el país número uno en títulos de Roland Garros, por encima de la anfitriona, Francia, y de los antaño invencibles Estados Unidos o Australia. Cualquiera concluirá que Manolo se nos ha ido para siempre, pero no es así. Pasarán los años, los lustros, las décadas, los siglos y ahí continuará su leyenda. Eterna e indeleble.
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