El visionario Lenin, sensible al obrero y al campesino
Se publica un libro de la mujer de Lenin, del que se cumplen en enero cien años de su muerte, que descubre cómo era en la distancia corta. A su lado, ella conoció a multitud de revolucionarios y cómo la propaganda obrera influyó en la sociedad
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Abril de 1917. Europa está librando una guerra que va a marcar el destino de todo el continente. En uno de sus extremos, la Rusia de los zares agoniza. Es también el año de la Revolución rusa, que ha estallado en febrero, con movilizaciones en la capital, Petrogrado (hoy San Petersburgo). Tales noticias llegan a Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, que ante tamañas novedades regresa a Rusia desde la Suiza en que se ha exiliado. El zar abdica, el país se transforma en una república, los exiliados se apresuran a volver y el júbilo se apodera de las clases populares.
Como cuenta Catherine Merridale en «El tren de Lenin. Los orígenes de la Revolución rusa», Lenin, «antes de finalizar el año, pasaría a ser el amo y señor de un nuevo estado revolucionario», haciendo de un conjunto de pensamientos escritos cuarenta años atrás por Karl Marx toda una «ideología de gobierno. Creó un sistema soviético que llevaría las riendas de un país en nombre de la clase trabajadora, estableciendo la redistribución de la riqueza y promoviendo diversas transformaciones igualmente radicales tanto en el campo de la cultura como en el de las relaciones sociales». Cambios que irían más allá de sus fronteras y que, convertidos en un ideario político con el nombre de leninismo, devendrían «el anteproyecto ideal para los partidos revolucionarios del mundo, desde China y Vietnam hasta el Caribe, pasando por el subcontinente indio».
Este contexto no deja de recibir atención investigadora y acomodo editorial, sobre todo durante 2017 y años anteriores, con trabajos destinados a conmemorar la Revolución rusa de un siglo atrás. Entre aquellas novedades, destacó un libro que contaba lo que le ocurrió a la nobleza rusa tras la Revolución firmado por Douglas Smith, un tema tabú incluso en el propio país, al menos hasta la Unión Soviética de Mijaíl Gorbachov. Así, «El ocaso de la aristocracia rusa» revelaba cómo la Rusia feudal repleta de campesinos en situaciones de esclavitud bajo las órdenes y la explotación de los ricos atravesaba las revoluciones de 1905 y 1917 y el llamado Terror Rojo de 1918 en contra de los «enemigos del pueblo». La solución estaba clara: deshacerse de todos aquellos que hubieran aplastado al proletariado, lo que acabaría de raíz con una sociedad fuertemente jerarquizada y en la que, de repente, los huidos y desposeídos de todo lo que tenían eran los ricos.
Contemplar esta situación es primordial para embarcarse en ese tren con Lenin e ir intuyendo lo que este anhelaba cuando retomó su liderazgo hasta ser el presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo de la Unión Soviética. Atravesando Alemania, tardaría ocho días en llegar a Petrogrado en condiciones durísimas. Más de tres mil doscientos kilómetros desde Zúrich que Lenin llevó a cabo en una Europa llena de peligros que iba a ver cómo los bolcheviques ganarían la guerra civil: un conflicto de lucha de clases que se libró por medio de ejércitos numerosos, próximos a los campesinos y con una fuerte propaganda detrás. Lenin, en medio de la guerra civil, llegaría a afirmar en 1918, en una carta a los bolcheviques: «Ahorcad (asegurándoos de que los ahorcamientos se desarrollan a la vista del pueblo) a no menos de un centenar de kulaks, ricos, chupasangres conocidos».
Cabe decir que en el mismo año 2017 en el que se celebró la onomástica revolucionaria, el líder bolchevique se convirtió en una presencia incómoda en la Rusia de Vladímir Putin, ya que este le acusó de romper la unidad de Rusia. Unas declaraciones que fueron tan controvertidas en su día (enero del 2016) para su país que el presidente se vio obligado a retractarse. En fin, entre otras perlas, Lenin un día escribió que no hay que acariciar a nadie porque te pueden morder: «Has de pegar a la gente en la cabeza sin piedad ninguna». Y a fe que lo hizo, mediante una dictadura represiva, marcada por la censura de prensa, la abolición de las libertades políticas y la tortura y el asesinato a toda persona considerada adversaria del Estado.
Los que visitaron Rusia en aquel tiempo dan testimonio de ello. Ángel Pestaña, un sindicalista, acusó a Lenin de torturar a su pueblo por falta de libertad y permitir que pasara hambre, como se pudo leer en su libro «Setenta días en Rusia. Lo que yo vi» (1820). A propósito del Lenin que contribuyó a todo ello pero que, desde otra perspectiva, es visto como un gran revolucionario, se reedita «Conocer Lenin y su obra» (El Viejo Topo), de Francisco Fernández Buey, que vio la luz originalmente en 1977. Al mismo tiempo, se da a conocer por parte de la misma editorial una obra clave por darnos la contrapartida a este lado tiránico del político. Se trata de «Mi vida con Lenin» (traducción de Ramón Milián), de Nadezhda Krúpskaya (1869-1939), que conoció al que sería su marido en un mitin de propaganda marxista en 1893.
Con él compartió ideales y proyectos, pues aparte de colaborar en la redacción del programa del Partido Bolchevique, fue secretaria de «Iskra», un periódico ilegal de la etapa prerrevolucionaria. Además, destacó como una de las líderes de la Liga para la Emancipación de la Clase Obrera, llegó a ser la secretaria del Comité Central del Partido, del que fue miembro más de treinta años, además de ser ministra de Educación. Hoy cobra valor por el esfuerzo de recordar mil y un detalles, cruciales para entender la amalgama de situaciones políticas en el descomunal entramado de acciones, discusiones entre diferentes bandos, publicaciones secretas, persecuciones policiales y, en suma, la evolución intelectual de un Lenin que aparece en todo el libro preocupado sobremanera por todos los trabajadores y siendo él mismo un trabajador incansable.
Krúpskaya pone el acento en que de joven Lenin disfrutó de gran popularidad como jurista a partir de defender a los obreros y recorre toda una vida en común que no puede ser más apasionante, buena parte de ella, en el exilio en diferentes países de Europa: Finlandia, Inglaterra, Suiza, Francia, Cracovia... Junto a él fue testigo privilegiado de lo que se cocía cuando se celebraran los diferentes congresos de revolucionarios y Vladímir Ilích iba agrandando su «fe profunda en el instinto de clase del proletariado, en sus fuerzas creativas, en su misión histórica. Esta fe no la adquirió Vladímir Ilích en un día, sino que era el resultado de años de estudio y reflexión de la teoría de Marx de la lucha de clases, del estudio de las condiciones reales de la vida en Rusia, cuando al combatir las concepciones de los viejos revolucionarios había aprendido a oponer al heroísmo de los militantes individuales el poder y el heroísmo de la lucha de clases», señala la autora.
A sus ojos, Lenin surge como un gran estudioso de la política internacional, que predice lo que ocurrirá, en torno a que iba a ser imposible «detener a los obreros en su lucha contra la autocracia», en especial, «siempre concedió gran importancia a la cuestión campesina». Además, esta entrega al hombre más débil tendría que pagarla con una persecución constante de la policía, incluso por toda Finlandia. Se ve al político sin parar de escribir y dar conferencias –Estudió la filosofía intensamente en el exilio, y conocía muy bien los puntos de vista de Marx, Engels y Plejánov. Había estudiado a Hegel, Feuerbach y Kant–, así como analizando el mundo obrero londinense o parisino.
Todo eso hizo que, según Krúps-kaya, lustros antes de la Revolución, Lenin ya estuviera pensando en «la electrificación, la jornada de siete horas, fabricación de cocinas y la emancipación de la mujer». De ahí que, como se demostraría gracias a todos los artículos que dejó escritos, «cuando se estableció el gobierno soviético, los problemas que surgieron ya le eran familiares; todo lo que tenía que hacerse era aplicar las soluciones que él había estudiado». Y entonces, vino la Gran Guerra, que «convirtió la victoria del proletariado en una cuestión de vida o muerte para Rusia». A esa Rusia volverá Lenin –tras enterarse de la Revolución, momento en que acaba el libro–, que guardaba una «extraordinaria sobriedad de mente» y estaba convencido de la lucha armada y emprender «la organización de las masas». Y por si todo el aparataje intelectual no quedara claro, la autora apela a lo emocional: «Ilích sentía el nacimiento de esta Revolución en cada fibra de su cuerpo».
Métodos de espía conspirador
Las autoridades zaristas vieron que Lenin era una amenaza; para él «visitar los diversos círculos obreros era algo que no podía hacerse impunemente: la vigilancia policial empezó a hacerse más estrecha. De entre nuestro grupo, Vladimír Ilích era el más capacitado para actividades conspirativas. Conocía todos los patios abiertos y tenía gran habilidad en dar el esquinazo a los espías de la policía. Nos enseñó cómo escribir en libros con tinta invisible, o con el método de puntos; cómo hacer señales secretas, e inventó toda clase de alias», escribe su esposa.En otro momento, hizo un viaje entre Berlín y Suiza con «un baúl con doble fondo repleto de literatura ilegal. Al poco tiempo de su regreso la policía ya estaba tras su pista. Le buscaban a él y a su baúl». Y cuando estuvo encerrado en prisión, donde «no era aconsejable tratar las cartas a la llama de la vela, fue Vladímir Ilích el que tuvo la idea de revelarlas en agua caliente». Pero también surgen disfraces y gafas falsas para evitar lo que a ella le asombra tanto: «la cantidad de espías que había en cada esquina. ¿Por qué te siguen de esta manera?», le preguntó a su pareja.