«Luces de bohemia»: Valle-Inclán por todo lo alto ★★★★☆
Hacía mucho que no se veía en un teatro público una producción de un gran título español tan cuidada y con tantos conocidos y buenos profesionales
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Autoría: Ramón María del Valle-Inclán. Versión y dirección: Eduardo Vasco. Reparto: Ginés García Millán, Antonio Molero, Irene Arcos, Pablo Gómez Pando, David Luque, Ernesto Arias, José Luis Alcobendas, Jesús Barranco, Lara Grube, Silvia de Pé, Mariano Llorente, Toni Misó... Teatro Español, Madrid. Hasta el 15 de diciembre.
El director Eduardo Vasco ha querido empezar a lo grande su andadura al frente del Teatro Español y ha reunido nada menos que 25 actores, extraordinarios muchos de ellos, para poner en pie uno de los grandes clásicos españoles del siglo XX: "Luces de bohemia". Y la verdad es que el espectador no puede sino agradecer el resultado: hacía mucho tiempo que no se veía en un teatro público una producción de un gran título español tan cuidada, tan vistosa, de tanta envergadura y con tantos conocidos y buenos profesionales.
Y eso que la cosa no empieza del todo bien: parece que la tradición pesa excesivamente a la hora de leer el personaje de Max Estrella, y seguimos viéndolo una y otra vez –excluyo el trabajo que hizo Juan Codina en el montaje del CDN en 2018– con un halo de artificio y grandilocuencia que tiene más que ver con la idea, posiblemente adulterada, que nos hemos formado del propio Valle-Inclán que con el personaje como tal y con el verdadero espíritu de la bohemia que está encarnando; una bohemia que se caracteriza por el escepticismo y el esplín, por la propia asunción de la derrota vital frente a la convención dominante y que, por tanto, no puede ser ampulosa ni avasalladora.
De este modo, en los primeros compases de la función, vemos que incluso a un estupendo actor como Ginés García Millán le cuesta quitarse de encima esa “comúnmente heredada” afectación a la que aludo para componer su Max Estrella. Afortunadamente, a medida que avanza la representación, va soltando todo el lastre que parecía traer consigo y es entonces cuando, llevado exclusivamente por la naturaleza de las situaciones que protagoniza, consigue humanizar mucho más al personaje. Pero no solo es el desahuciado protagonista el que va a más; también el tono general del espectáculo, el movimiento escénico e incluso la propia plástica se van afianzando y uniformando a lo largo del desarrollo dramático. Así, es hacia la mitad de la función, aproximadamente, cuando esta termina de acomodarse plácidamente en ese estilo de comedia elegante que Vasco maneja como muy pocos directores; una comedia muy sutil donde apenas unos gestos coreografiados o una emotiva melodía entonada con gracia, lejos de banalizar el trasfondo conceptual del texto, sirven para poetizarlo y sublimarlo sobre el escenario.
Eso se consigue, como es lógico, siempre y cuando cuentes con un reparto como el que él tiene, en el que, por cierto, llamaba la atención a priori, sobre el papel, la heterogeneidad en el bagaje y la formación de sus miembros. Lo cierto es que prácticamente todos aprovechan al máximo la ocasión que les brinda su director para lucirse como secundarios acompañando a García Millán.
Antonio Molero, al que estamos acostumbrados a ver casi exclusivamente en el teatro comercial, se desenvuelve con increíble soltura en la piel del ambiguo don Latino de Hispalis. También proviene del teatro comercial y se adapta perfectamente a las exigencias de este tipo de trabajo César Camino, que interpreta con su proverbial gracia a don Filiberto y a un borracho. Irene Arcos, que se deja ver mucho menos por los escenarios que en el audiovisual, cumple muy bien dando vida a Madame Collet y a la madre del niño muerto. Jesús Barranco explota su ingente comicidad como don Gay Peregrino y, muy muy especialmente, en el personaje del sepulturero, que él convierte en inolvidable. Le acompaña en esa escena del cementerio, en el rol del otro enterrador, un José Luis Martínez igualmente admirable que interpreta, además, al capitán Pitito. Formidables están asimismo, como no podía esperarse otra cosa, Ernesto Arias y David Luque, haciendo de guardias primero y, luego, de Rubén Darío y del marqués de Bradomín, respectivamente. (No sé si habrá sido casual o deliberado; pero parece un guiño y un homenaje al Teatro de La Abadía, considerado como el gran centro en el estudio del manejo de la palabra, que sean estos dos actores, formados allí, los elegidos para encarnar precisamente a dos genios de las letras). Lara Grube rentabiliza al máximo los pocos minutos que tiene para dar fuerza y personalidad propia a la Lunares. Igual de original y convincente está Ángel Solo como el librero Zatustra. Simpatiquísimo y atrevido resulta Pablo Gómez Pando enfundado en el modernista Dorio de Gádex. Mariano Llorente, por su parte, brilla con luz propia, diría que más que nunca, en la piel del cínico ministro amigo de Max Estrella.
En fin..., no hay espacio suficiente para detenerse en todos, aunque sí es obligado mencionar, por último, a José Luis Alcobendas, que da una clase magistral de interpretación moviendo emocionalmente al espectador desde la honda conmiseración que provoca haciendo del condenado a muerte hasta el irrisorio patetismo que despierta cuando da vida al macarra apodado el Pollo.
Fuera del capítulo actoral, hay que destacar el vestuario de Lorenzo Caprile, sencillamente precioso, y el impecable trabajo de iluminación que ha hecho Miguel Ángel Camacho.
Lo mejor: Una buena obra envuelta en una gran producción con un plantel así de actores y profesionales solo puede dar excelentes frutos como este.
Lo peor: En estas obras importantes por las que todavía no ha pasado suficiente tiempo, nos cuesta acercarnos a los personajes atendiendo solamente al texto, sin tener tanto en cuenta lo que ya hemos visto representado.