Napoleón: ¿Libertador o tirano?
El historiador Ernest Bendriss, que saca el lado menos conocido del militar en «Esto no estaba en mi libro de Napoleón», analiza en este artículo una de las grandes interrogantes sobre esta figura que recupera ahora para el cine Ridley Scott: si ayudó a difundir los ideales de la revolución o si fue un déspota
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Entre 1814 y 1821 fueron publicados en Francia unos quinientos panfletos anti napoleónicos que retrataban a Napoleón como un «monstruo sanguinario» y un execrable tirano. En esta senda, C. J. Rougemaître publicó en 1814 «L’Ogre de Corse» (El ogro de Córcega) y en 1816, el abad Jean Wendel Wurtz, que no le iba a la zaga, escribió el panfleto «L’Apollyon de l’Apocalypse» (El Apolión del Apocalipsis). Ambas obras, que gozaron de cierta notoriedad, contribuyeron a alimentar con creces la leyenda negra de Napoleón. Asimismo, insignes escritores de la estatura de Benjamin Constant («L’Esprit de conquête»), Chateaubriand («De Buonaparte et des Bourbons») y la baronesa Germaine de Staël («Dix années d’exil. Considérations sur la Révolution Française») se esmeraron con sus respectivas publicaciones en vilipendiar al emperador caído con un buen acopio de rencor y exagerada animosidad. Nuestra baronesa, hija del banquero Necker, no dudó en compararlo con Atila, por si no había quedado explícita su animadversión hacia el corso.
Los hubo que compararon a Napoleón con Nerón, con el mismísimo diablo o con un feroz demonio, incluso con un insaciable vampiro sediento de sangre humana, caso de los rusos Derjavine y Ryléyev. Por supuesto, los británicos, a imagen de Lewis Goldsmith, no se quedaron atrás decididos a ajustar cuentas con el «general Bonaparte». Así, los afamados caricaturistas James Gillray, Isaac Cruikshank y Thomas Rowlandson se despacharon a gusto en sus irreverentes dibujos retratando a Napoleón bajo los rasgos zoomorfos de un temible dragón, de una enorme araña devorando las naciones en su telaraña o como un mono.
Sin embargo, más allá de las elucubraciones de la leyenda negra, querer reducir la figura de Napoleón a un tirano o a un déspota solo responde a un burdo cliché, evidentemente alejado del análisis pormenorizado de un historiador. Por otra parte, subrayamos que la acusación de tiranía o de despotismo (no entraré aquí en los matices semánticos de ambos términos) constituye un clásico en la historiografía del Antiguo Régimen en Francia.
En efecto, varios monarcas fueron tachados de tiranos y de déspotas. En este sentido, Luis XIV constituye un caso palmario. Hasta el bonachón rey Luis XVI fue tildado de «tirano» por los virulentos oradores de la Revolución Francesa y en las diatribas de la Prensa revolucionaria. Robespierre y Saint Just también fueron acusados de tiranía por una conjura de diputados de la Convención, siendo muchos de ellos (Tallien, Barras, Fréron, Fouché etcétera) auténticos «tiranos» manchados de sangre y sedientos de poder.
Napoleón hereda en parte esta pésima imagen vinculada al ejercicio del poder autoritario intrínseco a la monarquía absolutista francesa (absolutismo que no obstante habría que matizar y mucho). Si a raíz del golpe de Estado del 18 y 19 Brumario del año VIII (9 y 10 de noviembre de 1799) Bonaparte conquista el poder, recordemos que en su concepción este golpe de Estado parlamentario fue fomentado por Sieyès, uno de los miembros del Directorio y autor del famoso panfleto «¿Qué es el Tercer Estado?», quien, junto con sus cómplices, buscaba una «espada» (a Bonaparte, que había regresado de Egipto, se le antojaba una de las mejores «opciones» después de descartar a otros generales) para reformar la Constitución del año III. Aquella establecía una estricta separación de poderes entre el Comité Ejecutivo, constituido por cinco directores (el poder ejecutivo) y uno legislativo bicameral representado por el Consejo de los Quinientos que proponía las leyes y los 250 miembros del Consejo de los Ancianos que las adoptaban o rechazaban, creando intensos antagonismos entre ambas instancias del poder y una inestabilidad gubernamental casi permanente.
Por otra parte, el Directorio no había dudado en recurrir a golpes de Estado en tres ocasiones: el 18 de Fructidor del año V (4 de Septiembre de 1797) para impugnar las elecciones que daban por vencedores a los realistas mayoritarios en el Consejo de los Quinientos y en el de Ancianos; el 22 de Floreal del año VI (11 de mayo de 1798), para invalidar las elecciones a favor esta vez de los neo-Jacobinos, y la ley del 22 de Floreal del año VI (11 de mayo de 1798), con el objetivo de invalidar de nuevo la mayoría neo-jacobina en las elecciones.
Sin embargo, contrariamente a los cálculos de Sieyès, Bonaparte no desapareció de la escena política después de Brumario. Todo lo contrario. Fue nombrado primer cónsul por la Constitución del año VIII (13 de diciembre de 1799), ratificada el 22 de diciembre de 1799 mediante un plebiscito «manipulado» por su hermano Luciano, entonces ministro del Interior: 3.011.007 síes por 500.072 noes. El día 2 de agosto de 1802, mediante 3.568.885 votos a favor frente a 8.374 en contra, Bonaparte se convierte en «consul à vie» (cónsul vitalicio).
Mediante el senadoconsulto del 16 de Termidor del año X (4 de agosto de 1802) fue establecida la Constitución del año X que le otorga un poder considerable. Y de allí hacia la proclamación del Imperio fomentada, hay que subrayarlo, por la gran mayoría de las élites políticas que anhelaban un poder fuerte, tal y como lo expresó el 28 de marzo de 1804 el Senado en una carta solemne enviada a Bonaparte: «Gran Hombre, termine su obra inmortal como su gloria. Nos habéis librado de un pasado caótico y nos hacéis disfrutar de los beneficios del presente. Garantícenos el porvenir».
El senado consulto del 28 de Floreal del año XII (el 18 de mayo de 1804) instaura el Primer Imperio. Para la ocasión, el cónsul Cambacérés (que pronto se convertiría en archicanciller) acudió al castillo de Saint-Cloud para declamar con un tono grandilocuente a Napoleón que se encontraba en la galería de Apolo: «Y por la gloria, como para la felicidad de la República, el Senado proclama en este mismo instante a Napoleón emperador de los franceses». El artículo 1 de la nueva Constitución estipulaba: «El gobierno de la República es confiado a un emperador, con el título de Emperador de los franceses». Y el artículo 2 proclamaba al «Primer Cónsul actual de la República a Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses».
Sin embargo, al hilo de lo dicho, hay que destacar que Napoleón nunca estableció una dictadura militar. A menudo se dice que fue el más civil de los militares. En efecto, tal y como lo asevera el eminente historiador especialista en Napoleón, Thierry Lentz, fueron los civiles que desempeñaron las más altas funciones en el Consejo de Estado, en el Senado y en el Cuerpo Legislativo.
En cuanto a la ingente labor social de Napoleón, si bien privilegió la igualdad sobre la libertad, resaltemos las profundas reformas de las instituciones de Francia, las famosas «masses de granit»(aquí en orden cronológico), que llevó a cabo y que dan fe de la solidez de la obra civil napoleónica: el Consejo de Estado, el Banco de Francia, los prefectos, los liceos, la Orden Nacional de la Legión de Honor, el franco germinal, el Código Civil (1804), la síntesis del derecho del Antiguo Régimen y de los principios de la Revolución que en parte sigue vigente en el derecho francés de hoy en día, y el Tribunal de Cuentas. Y en otros ámbitos: la unificación de los pesos y medidas, el bachillerato, la numeración de las calles, la Magistratura de Trabajo, la recogida de la basura, el Comité Central de Vacunación, la sociedad para la extinción de la «pequeña viruela» y la propagación de la vacuna.