Waldo de los Ríos, el reverso suicida del 'Himno a la Alegría'
En 'Waldo', Charlie Arnaiz y Alberto Ortega retratan a un genio al que mortificaban una madre tirana y una homosexualidad clandestina
Madrid Creada:
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«Salido del abismo de la nada, atravesando el aire un “no sé”, un grito, un miedo, un “¿quién soy?”». Ese lamento estremecedor lo inmortalizó en un disco el pianista, compositor y director de orquesta Waldo de los Ríos unos años antes de que decidiera bajarse de la aventura de vivir con un certero disparo en la cabeza –exactamente el mismo método que habían empleado su padre y su padrastro, negra herencia–, pero ya se intuía ahí, en ese naufragio existencial, la presencia de un espíritu torturado. Nacido en Buenos Aires en 1934, fue una de las figuras más relevantes de la música melódica española de los años 60 y 70. Sus arreglos orquestales resultaban tan revolucionarios como seductores y poseía un ojo de halcón para detectar el germen de un hit en partituras y canciones de otros, ya fueran obras de grandes compositores de clásica o de autores de canción ligera. Una vez que pasaban por sus manos, voilà, el éxito estaba asegurado. Waldo puso esa magia al servicio de diversas estrellas de la época, pero su obra magna fue el «Himno a la alegría», pieza creada a partir del cuarto movimiento de la «Novena Sinfonía» de Beethoven y para la que Amado Regueiro escribió la letra. Lo que las muchas mentes puritanas de entonces consideraron un sacrilegio imperdonable –«no pongas tus sucias manos sobre Ludwig»–, arrasó en las listas de éxitos de medio mundo, engordó la cuenta corriente del músico gracias a unas ventas de siete millones de discos y convirtió a Miguel Ríos, su intérprete, en una estrella nacional. Sin embargo, aquel artista de talento desbordante, responsable a su vez de la música de conocidas películas, series y programas de televisión de la época –para la historia quedan la sintonía de «Curro Jiménez» y sus distintas colaboraciones con Chicho Ibáñez Serrador–, ocultaba tras la máscara del triunfador a un niño temeroso al que su madre había dominado de un modo implacable y a un hombre que no podía revelar su verdadera condición sexual porque ni el país en el que vivía ni la industria para la que trabajaba lo permitían. Aquellos eran los años de la dictadura franquista y las prácticas homosexuales habían sido incluidas, en 1954, en las conductas antisociales a perseguir que contemplaba la ley de vagos y maleantes, conocida como la Gandula, que fue sustituida en 1970 por la ley sobre peligrosidad y rehabilitación social, aunque el artículo referido a los actos de homosexualidad no fue eliminado hasta 1979, dos años después de la muerte del músico.
Ahora, los realizadores Charlie Arnaiz y Alberto Ortega recuperan su magnética figura en «Waldo», que se estrena en cines ahora. Construido a partir de grabaciones caseras, cintas de audio y fotografías del archivo personal del protagonista, y de la biografía que le dedicó el escritor Miguel Fernández, «Desafiando al olvido», este documental nos muestra su periplo vivencial, desde los años de grandes logros y alegrías hasta su fatal desenlace, y en él intervienen, sólo con la voz, Raphael, Miguel Ríos, Karina y Jeanette, entre otros. El título, «Waldo», parece obedecer a un propósito, el de no adjetivar a un hombre que admitía un largo reguero de epítetos: «Sí –asiente Arnaiz en conversación con este diario–, es un título totalmente consciente. Queríamos centrar la película en el material increíble, muy rico, que parecía que había llegado a nosotros de forma milagrosa, poner el foco en Waldo, aunque hay personajes secundarios impresionantes que transitan a lo largo de todo el relato». Arnaiz y Ortega atesoran mucho callo en el género del documental: le han extraído la pulpa a grandes personalidades del espectáculo –Alejandro Sanz, Ramoncín, Raphael– y son los responsables de «Anatomía de un dandy», sólido retrato de Francisco Umbral. El prosista madrileño y el músico argentino compartían un rasgo: gozaron de gran éxito profesional, pero soportaban un drama personal. ¿Esa ambivalencia es la que les hizo interesarse también por Waldo? «En ambos casos –responde Ortega– nos gustaba su doble vida, sí. La de Umbral logramos verla en el episodio en el que habla de la relación con su hijo, que falleció a los seis años. Ahí se mostraba a ese Umbral poco contado, real, que tras aquella pérdida se puso esa coraza. Waldo también construyó una coraza y llevaba una doble vida. En ambos casos queda un regusto de la banalidad del éxito, que, como decía Umbral, está vacío, y nos interesaba el contraste entre la cara pública y la oculta. De Waldo, su vida en la noche madrileña; ese pedazo de libertad que podía disfrutar con gente igual a él, pero a escondidas».
Waldo estuvo casado hasta su muerte con la actriz uruguaya Isabel Pisano, más tarde reconvertida en periodista y escritora de éxito, y que en la actualidad se encuentra ingresada en una residencia de Madrid aquejada de alzhéimer. El documental la presenta como un personaje enigmático. Miguel Fernández, biógrafo de Waldo, describe para LA RAZÓN la naturaleza de esa coyunda: «Establecen una relación abierta nada frecuente en esa época, que tenía el beneficio añadido de proporcionarle a él una coartada ante la ley de peligrosidad social y a ella una vida desahogada. Esto lo cuenta Isabel en los libros que escribió sobre Waldo. Ella fue a un almuerzo con Juan, el amante de él, y Waldo les dijo: ‘‘Sois las personas que más quiero en el mundo”».
Solo Waldo sabía lo que tenía en la cabeza en la madrugada del 28 de marzo de 1977, cuando, a sus 42 años, llevó a cabo la última acción de su vida, apretar el gatillo de una escopeta. ¿Fue por mal de amores? «La gota que colma el vaso fue un mal de amores, sí –afirma Arnaiz–. Estaba enamorado de Juan y era un amor no correspondido. Este era mucho más joven que él y por eso Waldo adelgazó e intentó cambiar estéticamente. Pero detrás había más cosas: una etapa musical que se estaba cerrando, pues su estilo, aquel “sonido Torrelaguna’’, se había acabado. Estamos al borde de los 80 y él era un productor que para mucha gente estaba desfasado. A esto se le une el mal de amores y algo genético, problemas depresivos. Se quitó la vida –añade– con fotografías de su amante en el pecho, escuchando a su madre en una cinta y grabando su muerte. Una escena muy teatral, planificada, como una película. Recreó su muerte consciente de que iba a pasar a la posteridad y quiso enviar señales a la gente que tenía cerca», concluye Arnaiz.
DECIRLE NO A KUBRICK
►«George Martin [productor de los Beatles] le escribió para decirle que le encantaban su estilo orquestal y esos arreglos únicos que hacía –sostiene su biógrafo, Miguel Fernández–. Y Kubrick lo llamó para que le hiciera la banda sonora de ‘‘La naranja mecánica’’ [Waldo declinó el ofrecimiento por problemas de agenda]. Extranjeros de prestigio lo reclamaban mientras que en España las élites culturales lo consideraban algo menor, un quiero y no puedo, lo ninguneaban. Incluso se volvían cuando les iba a dar la mano. Su gran reto era que se descubriera su gran aportación a la música culta, clásica. No pudo ser».