Manuel Alejandro: «Rosalía hizo “Se nos rompió el amor” como se debía haber cantado desde el principio»
Maestro de la música romántica, en sus seis décadas de carrera ha compuesto himnos que hicieron suyos grandes intérpretes como Julio Iglesias, Rocío Jurado y Raphael
Javier Menéndez Flores
Javier Menéndez Flores
Madrid Creada:
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He aquí al padre de algunas de las canciones más hondas, hermosas y populares que han cantado Raphael («Yo soy aquel», «Qué sabe nadie», «En carne viva»), Rocío Jurado («Como yo te amo», «Señora», «Se nos rompió el amor»), Julio Iglesias («Lo mejor de tu vida», «Que no se rompa la noche»), Jeanette («Soy rebelde», «Frente a frente») y otros como Nino Bravo, Isabel Pantoja y Luis Miguel. La colección de títulos es intimidante, y más cuando te dice que algunos de ellos tienen cerca de 600 versiones registradas. Hijo del compositor Germán Álvarez Beigbeder, solo él y otro de sus nueve hermanos se dedicaron a la música: «Mi padre nos puso a estudiar música porque decía que no servíamos para otra cosa [ríe]. Estuve estudiando piano y, a los 16 años, cuando ya empezaba a dar recitales, me fracturé un brazo y estuve retirado tres. Eso me hizo tirar por otros derroteros, porque cuando volví ya era otro». Esos derroteros fueron la canción romántica, que le debe muchos de sus mejores himnos. Algunos de ellos, terribles, como reconoce: «Sí, son terribles. El público no suele hacerle caso a lo que no le hace daño. Los sentimientos, por lo general, no son alegres. Cuando se dice que una persona es sentida, se alude a la tristeza».
«Ojalá no comiéramos siquiera. Amándonos todo el día. Qué maravilla»Manuel Alejandro
El gran Rafael de León le llegó a decir que era la «Santísima Trinidad», puesto que hacía él solo lo que De León con Quintero y Quiroga. Pero Manuel Alejandro se quita toda importancia y se define como un «escribidor de canciones»: «Escribir una canción no es componer. Un “matao” que escribe una canción, un rap de estos, que no se llame compositor. ¡O quitamos a Beethoven! Componer es ajustarse a unas normas, romperlas, pero conociéndolas. Hay cantautores que se acercan más a escritores, yo no soy ni cantautor. Soy lo que hacía aquel señor del pueblo escribiéndole la carta de amor a la niña que venía llorando que le quería escribir a su novio. Aunque –concede– tocar el corazón lo hace mejor el pájaro que el erudito». El maestro, que a principios de los setenta probó suerte como intérprete con tres discos –«no tenía el ángel que hay que tener», reconoce–, afirma que su inspiración bebe tanto de la autobiografía como de la ficción: «Me he basado mucho en las cosas que rodeaban mi vida, o me las he figurado. No soy de buscar en libros, aunque he leído mucho y he anotado. Lo que me gusta es lo que tú ya sabías. Eso que lees y con lo que estás de acuerdo totalmente porque ya lo tienes dentro. ¿Mi obra tiene un peso autobiográfico importante? Entonces, he sido demasiado pillo [ríe]. Porque hay de todo. Pero es posible que sí. O teniendo esa vida. O deseándola. O viviéndola».
Lo que sí ha sido es un sagaz observador, y esa mirada, esa mezcla de investigación y psicología, le ha ayudado a hacer los mejores «trajes» para sus insignes clientes. «Me vestí de Rocío Jurado cuando digo eso de “Hace tiempo que no siento nada al hacerlo contigo”. Se lo estoy diciendo al marido que está ahí enfrente [Pedro Carrasco], le estoy matando. Y cuando digo “Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así” y lo canta Jeanette, estoy hablando desde una inocencia tremenda». O como con Julio Iglesias, de quien relata un par de historias jugosas: «Sabía que se había separado [de Isabel Preysler] y que llevaba así unos años, y le hice “Lo mejor de tu vida”. Era un poco diciendo: tú has tenido después muchos maridos, pero lo mejor de tu vida me lo llevé yo. No estaba dentro de él, pero me metí en lo que estaba viviendo, tan obvio». Del mismo modo, intuyó que Miranda Rynsburger iba a ser su pareja: «Estuve en casa de Julio unos dos meses para conocerle mejor y hacerle unas canciones. Yo veía a una mujer por allí, una chica estupenda, que era la que cuidaba a los niños, a Enrique y los demás, en el 87. Y le hice una canción que se llama “Alguien”, que era ese alguien que estaba a su alrededor y que iba a ser, con el tiempo, con la que ha tenido cinco hijos. Y mira que no salían juntos ni nada... Pero no había que ser adivino».
Su elegancia le impide confesar cuál de los muchos ilustres intérpretes de sus canciones ha leído mejor al «escribidor» –«No te voy a decir un nombre, porque hay momentos en cada uno que son fieles al pellizco ese que yo intento conseguir»–, pero señala que la interpretación de «Se nos rompió el amor» que hizo Rosalía en los recientes Grammy Latinos le parece la más lograda: «Cogió mi canción y la hizo a su estilo. Yo he escrito de ahí la letra y la melodía, punto, y se acabó. Pero me gustó mucho. Porque la hizo, quizá, de la manera que creo que se debía haber cantado desde el principio. Mis canciones son pasionales y lastimeras, como esa, y Rocío decía “se nos rompió” como enfadada… Por eso me gustó la versión de Rosalía. Aunque me encantó siempre lo que hizo Rocío, por supuesto».
«Un “matao” que escribe una canción, un rap de estos, que no se llame compositor»Manuel Alejandro
Muchas de sus canciones fueron escritas junto a su mujer, Purificación Casas, Pura, quien murió hace dos años y medio por causa del Covid. ¿Cuánta huella hay de Purificación en ellas? «Toda», sentencia el músico y letrista. «Empecé a escribir de verdad cuando conocí a mi mujer. Desde “Yo soy aquel”, que se la dediqué. Con ella me lo figuraba todo. El ambiente que tenía nuestro amor, y hasta los enfados. Porque a veces le cantaba cosas que la halagaban, pero otras me decía: “¿Esto lo has pensado tú?” [ríe]. Ha sido una fuente de inspiración absoluta. Y desde su falta no he vuelto a escribir. Pero ahora estoy en ello». A sus 91 años, siente que aún le quedan historias por contar y prepara canciones para sus «15 artistas admirados del momento», cuyos nombres no revela. Su última canción ha sido para Alejandro Sanz.
Ríe primero y asiente después cuando le digo que ha sido, sobre todo, un gran embustero. Y le pregunto si sólo por el amor ha merecido la pena vivir: «¡Claro!», exclama. «Ojalá no comiéramos siquiera. Amándonos todo el día. Qué maravilla». Pero escribió: «El amor acaba / porque se vuelven cadenas / lo que fueron cintas blancas». Joder, Manuel. Qué barbaridad.
Procuro olvidarte
Por Javier Menéndez Flores
Corrían los chavales como saetas en las plazas de Santiago y de la Merced, un remolino de risas y gritos en la luz total, persiguiendo una pelota y bebiendo de las fuentes bajo un cielo en el que era más probable observar un platillo volante que una sola nube. Así, de esa salvaje manera, transcurrían los veranos en el barrio de los gitanos de Jerez, esa Andalucía con mucho rizo. Y en aquella foto fija de la felicidad, Manuel, séptimo de diez hermanos, el más exultante de todos ellos, llevaba ya dentro, aunque no lo supiera, la capacidad de ver más allá de lo que los hombres muestran. De detectar una miga de invierno o de desolación tras una sonrisa. Con semejante regalo de los dioses, pudo haberse adornado poeta, novelista o director de cine. Pero se conformó con firmar algunas de las más trágicas canciones escritas en lengua española en el último medio siglo. (Procuro olvidarte, pero cómo hacerlo si me miras tan fijo desde el espejo ante el que me abrocho la camisa. Y al rato te veo sentada en el borde de la piscina, en donde aún resuenan las risas de las niñas. Y te siento absolutamente en la fruta de por la tarde y hasta en las inevitables medicinas. Y cómo voy a olvidarte si todas las películas parecen estar hablándome de aquellos dos que fuimos).
El concertista truncado, el chico de los efectos especiales en la radio –ay, Trabucchelli–, soñó durante un segundo con ser cantante. Solamente que hay dones que nos han sido negados, y bastaron tres discos para que asumiera que su sitio no estaba bajo la aduladora luz de los focos.
Instalado en la retaguardia, protegido por las sombras, se lanzó a escribir canciones de amores eternos aun después de muertos que cantaron las voces mejores. Estrellas de un tiempo que ha sido fatalmente barrido por el tiempo.
Solo merece ser llamado artista aquel que consigue crear un mapa de emociones al límite. Manuel Alejandro fundó una geografía de anhelos y dolor y reproches en la que estamos enteramente reflejados cualquiera de nosotros en algún momento de nuestras vidas. Fabricó tempestades y metió en ellas a los amantes para que naufragaran sin remedio, y nadie puede salir incólume de algo así. Todos esos muertos te acaban visitando al cabo del día para recordarte el dolor que les causaste con el único propósito de atrapar la belleza en los poco más de tres minutos que dura una canción.
(Procuro olvidarte, pero te empeñas en ocupar todos los espacios, todas las cosas. Estás en cada tecla del piano. En las cartas que duermen en los cajones y con las que, de pronto, me choco. En los cubiertos, en las cremalleras, en el reloj de pulsera que me ahoga la muñeca y en la estampa de la Virgen de los Remedios, a la que le pido que proteja a las chicas como tú lo hiciste).
Los ojos provistos de rayos X de Manuel supieron ver la soledad sin pose de Julio, la aflicción de Rocío, la ductilidad de Raphael, a quien podías entregarle fuego o hielo y él ya se ocupaba de ponerle su propia temperatura. Hurgó hasta en el último rincón de sus almas y les regaló trajes perfectos.
(Procuro olvidarte, pero es que escribir sin ti es como nadar hacia una catarata. Es extender una toalla en la arena cuando el viento de levante aúlla. Escribir sin ti es regar en el desierto o tratar de hacer una hoguera en la nieve).
Quizá un verso como «huele a lluvia el amor cuando hay tristeza» sea un modo de romper el maleficio, de poner el marcador a cero. Pero, ¿para qué? Porque como yo te amé, Pura, como yo todavía te amo… Convéncete. Olvídate.