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Serrat canta y Madrid llora (de alegría)

El icónico cantante catalán, virtuosa voz de la realidad mestiza de arrabales sin esperanza, abarrota el WiZink durante su penúltimo concierto en Madrid antes de despedirse definitivamente de los escenarios

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Sus temas atrapan el milagro de existir, el instinto de buscar, la fortuna de encontrar, el gusto de conocer, como él mismo escribió. Es como si las canciones de Joan Manuel Serrat supieran de qué va la vida, y el amor, de qué trata esta comedia incesante con la sabiduría condensada de un romancero de siglos. Sin embargo, Serrat solo tiene 79 años y dice que se baja de los escenarios, que la gimnasia de las giras ya da pereza. «Fa pal», dicen en Barcelona cuando te invade la desidia. Y nos creemos que se va, que lo deja de verdad aunque no queramos, porque Serrat ha sido siempre coherente y serio, a pesar de que, por lo comprobado últimamente, su voz trémula y reposada bien podría aguantar unos años más, bastantes, los que quiera. Incluso le perdonaríamos la incoherencia de volver a los escenarios sin avisar.
Serrat le ha puesto voz a princesas de barrio, paisanos de cafetín, la realidad mestiza de arrabales sin esperanza en las dos lenguas que tiene la fortuna de conocer. Es el testimonio de la Barcelona desesperanzada y preolímpica, la del dobladillo y un sol y sombra, también esa en la que te puedes sentar a la vera del mar. Cosas que ya no se llevan y que no hace falta saber de solfeo para convertir en canciones inmortales. Ahí están «Aquellas pequeñas cosas», «Lucía», «Algo personal», «Mediterráneo» y también «Ella em deixa», «La tieta», «La mort de l’avi», «Paraules de amor» y «Ara que tinc vingt anys» entre otras 300 que Serrat ha esculpido en arena inmortal de playa endurecida a la brisa de la puesta del sol.
Un amor bilingüe a la vida, porque cuantas más palabras se tienen, mejor se ama. El hijo de una aragonesa y un lampista catalán siempre mantuvo firme su compromiso político en el franquismo, el exilio, la Transición y en los años de suflé nacionalista y el «procesismo». En resumidas cuentas: una manera de ser catalán, español y de ilustrada militancia obrera, una delicada posición que le situó en el centro del fuego cruzado. Pero él, como Dylan, nunca aceptó ser portavoz de nada ni de nadie. Ni le compraron con premios ni con promesas. Nunca se dejó endiosar porque tenía una armadura: la de estar más pendiente de las palabras de los poetas (de tantos buenos) que de los políticos. Y la de estar sintiendo la vida pasar.
Y con la voz convertida en una institución apareció Serrat en el escenario del WiZink Center de Madrid en su tercera parada en la capital, a punto de marcharse para siempre. «Nanas de la cebolla», «Para la libertad», «Tu nombre me sabe a yerba», «Señora», «No hago otra cosa que pensar en ti», «Romance de Curro el palmo», «Es caprichoso el azar»... imposible elegir una entre tantas joyas como sonaron anoche. Poco importaban las ausencias, que también las hubo. Quienes iban a escucharle cantar y a cantar con él, también iban para estar en su presencia. A verle por última vez antes que desaparezca quién sabe hasta cuándo. Y a llorar un poco también por ello. Allí estaban también Ana Belén, Víctor Manuel y Miguel Ríos, entre el público, a los que Serrat saludó desde el escenario. Y José Luis Perales. “Sabina no ha venido -dijo el catalán-. Ha llegado hasta Goya pero ya no... no sabemos de él. Pero puede aparecer en cualquier momento”, dijo entre las risas del público.
El concierto se tornó íntimo, “algo personal”, como canta en su canción. Serrat contó la historia de El Furo, el dueño del carrusel de su tema inmortal. “Era mi abuelo”, dijo y se caló una boina como la suya en una fotografía. “Es raro, porque es como que mi abuelo no existió, pero no lo entiendan mal. No quedó ningún documento que lo acreditarse: ni la partida de nacimiento ni los documentos de su matrimonio, que ardieron en una iglesia en 1931. Y los documentos de su defunción tampoco existen, porque los nacionales lo fusilaron y lo tiraron por un barranco. Pero nosotros seguimos buscándole”, recordó para congoja general. Sacó también su lado canalla y sinvergüenza en “Señora” y dijo de esa mujer que nunca la conoció, aunque ella tenga para siempre ya 40 años. “Como Romeo y Julieta, que llevan 400 años siendo adolescentes. Cuánta fantasía en las canciones. Pero seríamos mucho más pobres y estaríamos más tristes sin esas criaturas que nos regala la ficción.
“Nací en Barcelona, no es por presumir. Soy de Poble Sec y, bueno, quiero pensar que todo lo que se lo aprendí en esas calles. Mi padre era lampista y mi madre se dedicaba a sus labores, es decir, a trabajar como una mula. Y, cuando podía, confeccionaba pijamas para llevar dinero a casa. Y escribí esta canción basada en las Nanas que ella me cantaba”. Se refería a “Cançó de Bressol”. También cantó “Pare” (”Padre”), que la escribió hace 50 años. “En realidad, de casi todo en mi vida hacen 50 años”, dijo con fina ironía de un tema que surgió cuando “un puñado de científicos nos advertía del cambio climático. Ahora ya sabemos que no es ninguna locura, que afecta a todas las regiones del mundo. Pero pocos escucharon las advertencias. Creo que está es nuestra gran tragedia, es la madre de los problemas que vivimos”, reivindicó.
Pero todos sabíamos por qué estábamos allí: “No se lo tomen a mal. He venido a despedirme personalmente, como un caballero. Aunque les aclaro que este no es el último concierto. Me quedan cuatro, que los tengo contados”, bromeó con un nudo en la garganta más que evidente. Incluso fantaseó con la posibilidad de no ser capaz de terminarlo y “desparramarse” en el escenario. “Se acordarían toda la vida”, dijo con toda la razón del mundo. “Ocurra lo que ocurra, apartemos cualquier posibilidad de melancolía. El futuro estará ahí, y no nos lo vamos a perder”, dijo. A Serrat casi se le quebró la voz y estuvo a punto de las lágrimas alguna vez. No fue el único. Hasta siempre, maestro.