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Raphael: “Una cosa es el artista y otra su obra. ¿Quiénes somos para juzgar moralmente a nadie?”

Tras seis décadas de puro escándalo, el músico lanza un nuevo álbum, “Victoria”, con canciones compuestas por su compañero y admirador, Pablo López

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Raphael es único. Incatalogable e inabarcable artista. 79 años de puro escándalo, 60 de ellos sobre un escenario. Casi 20 de nueva vida. «Es un milagro. Un milagro de la ciencia», dice el artista. «Ese trasplante [en 2003 el cantante recibió un trasplante de hígado] fue la gran noticia de mi vida. Es que es algo muy fuerte, fue como resucitar. Yo ya no existía: cerré los ojos y dejé de ver a mi médico. Al pasar un tiempo, que para mí fueron dos minutos, los abrí de nuevo, como si no hubiese pasado nada, y allí estaban los de mi hijo. No hay un día que no piense en ese regalo de la vida, cada mañana. Quizá venga de ahí toda la fuerza para seguir adelante, que se lo debo a la gente».
Y para demostrar que toda esa fuerza está ahí, a sus veinte añitos a punto de cumplir, Raphael estrena nuevo disco. Uno que es como un traje a medida que el compositor Pablo López le ha hecho a puntadas de admiración y devoción. «Pablo es fanático confeso mío, ya desde su tierra natal que es también la mía. Es muy apasionado de todo lo que yo hago y eso se nota muchísimo en la música que me hace. Me conoce muy bien. Sabe qué es lo que hago mejor, con qué cosas me puedo lucir más. Incluso aquellas que parece, en principio, que no me salen demasiado bien, pero él sabe que, trabajándolas un poquito, van a quedar muy bien. Y yo le dije: “Pablo, quiero que me hagas un disco. No una canción, no. Un disco entero”. Y quise que se llamase “Victoria”, no por el nombre de ninguna mujer llamada así que me interesase ni nada de eso, que es lo que piensa la gente, sino porque así es mi vida tal y como yo me la he trabajado, una victoria: desde mis padres a mis hermanos, de pequeño, los amigos, todo. Ha sido una continua victoria porque yo me he preocupado mucho de que fuese así. No se trata solo del triunfo, ni del ascenso. Es más bien hacer lo que uno quiere hacer en cada momento, en cada aspecto, y que eso salga bien. Y a mí me ha salido muy bien. Es la victoria de mi vida».
Una vida en la que las cifras apabullan si tratamos de cuantificarla en discos, giras o conciertos. «Alguien se ha tomado la molestia de contarlos», explica, «y creo que salían unos 84 discos, pero no estoy muy seguro. Yo no creo que ahí estén contados todos. De mis primeros tiempos, que ni se contaban, hay quince o veinte discos que yo creo que se han traspapelado. Giras y conciertos, no tengo ni la menor idea. Mi hijo Jacobo, que es muy de números, los cuenta por años, pero hay años que han sido menos y otros que he repetido. Qué importa cuántos sean. Si son 84, bien, y si son 94, también».
Está contento Raphael con este disco, victoria de su vida, y se nota. Pero los discos son en realidad para él, lo han sido siempre, la excusa para enfrentarse al público en un concierto, encaramado a un escenario, que es lo que de verdad le gusta y disfruta. «Lo mío es mucho más que cantar», confiesa. «Soy un intérprete, no solo un cantante. Yo una canción la represento, es mucho más, mucho mejor, que cantar. Y disfruto del contacto con el público, con la gente. Me gusta empaparme de su cariño».
No es Raphael alguien con pelos en la lengua, siempre se ha caracterizado por decir lo que piensa. Vivimos tiempos aciagos para eso, una temible corriente de corrección política y exceso de celo parece sacudirnos. ¿Tiene esa sensación Raphael, él que inició su andadura artística en plena dictadura y ha visto nacer y madurar nuestra democracia? «Pues eso depende de las responsabilidades que uno se quiera tomar», comenta el artista. «A veces, si me preguntan por algo, lo que sea, y a mí ni me va ni me viene la cuestión, digo “paso” y no contesto. Porque no tengo nada que decir». Y pasa. Vamos que si pasa. No así si la pregunta versa, es un poner, sobre el neopuritanismo que atropelló al maestro Plácido Domingo. Ahí ni pasa ni se pone de costado: «A mí estas cosas me dejan “apataputao”. No sé qué tiene que ver el hambre con las ganas de comer. No lo entiendo. Una cosa es la persona y otra el artista, autor y obra. No vayamos a juzgar moralmente a nadie. ¿Quiénes somos nosotros para hacerlo? ¿Confesores? ¿Jueces supremos? Eso está totalmente pasado de rosca. Lo que ha ocurrido con Plácido Domingo es inaceptable. No puedo estar de acuerdo, en absoluto. Yo no sé lo que ha hecho, no lo sabe nadie, porque no estaba allí. Hay tantas cosas que uno se acaba creyendo porque lo cuentan los medios que ya dudamos hasta de si el Cid Campeador luchó en Valencia o no. Que se le haga eso a alguien es una putada muy grande. Y lo que no se puede, ni se debe, poner en duda es el arte que él ha desplegado, todo lo que ha aportado a la cultura. Hay que tener mucho cuidado».
Volverá Raphael a nuestras casas en Navidad («porque se empeñan»), estamos de suerte, y le gustaría, cuando sea mayor, tener su propio teatro «y programar en él lo que a mí me apetezca». Ojalá lo tenga y nos deje a todos «apataputaos».

TODOS LO SABEMOS

Por Javiér Menéndez Flores
Un hombre de negro que parece que torea, parece que baila, parece que flota, parece que necesita el carísimo amor de la gente para mantenerse erguido. Lleva bien oculta en la melena la miseria de los años primeros, solo que al volver la vista lo que encuentra es tan hermoso que su garganta, que todo se lo ha dado, se anuda igual que una corbata. Y cada vez que pasa por Cuatro Caminos, siempre, el pecho se le contrae como si lo pisara la recia bota de un general. Porque en la infancia habitan todas las emociones y también todos los miedos, por eso hay que visitarla con cuentagotas. Los más excelsos licores, en rigor, sólo deben entrar en la boca en contados momentos. Cuando el sol de las noticias buenas derrite el invierno y convierte en viernes la tarde del domingo. O cuando las sombras ganan la batalla y difuminan ese rostro abierto en canal que es incapaz de tragar saliva y precisa de un asidero.
Si digo Raphael digo energía, entusiasmo, fortaleza. Si pienso en Raphael, estalla en mi cabeza el ademán desprejuiciado; la silueta del que se expresa con todo lo que le fue dado y con lo que hurtaron sus ojos, capaces de apresar hasta el más sutil detalle. Si escribo Raphael me llega el tumulto interior que activa un trueno y me descubro ante quien logra ocupar cada centímetro del escenario como sólo lo haría una ola o una lengua de fuego, o algo que excede los contornos de lo puramente humano. Raphael, tantas cosas en un solo chispazo, qué sabe nadie.
Silencio. Las luces han cerrado los ojos. Y una figura menuda pero invencible ha hecho acto de presencia con un micrófono en la mano que bien podría ser un cóctel molotov, y es entonces cuando arranca el espectáculo. Después de tantos años, otra vez. Y mañana más. Qué pasada. De la «tournée del hambre» a la gloria sin fisuras han pasado nada más que sesenta años, y no hay números que puedan acotar los éxitos, las giras, los conciertos, las cartas de amor, los aplausos.
Toda una vida cantando tiene algo de religioso, es un sacerdocio. Y cómo no preguntarse si existe milagro mayor que el del hombre que decide serlo todo desde la nada y lo consigue. Y una vez que lo ha conseguido, lo conserva. Dios está en los crucifijos y en las túnicas, pero a veces le da por instalarse en un mendrugo de pan con una onza de chocolate. En las manos gastadas de tus padres, en Elvis y en Gary Cooper en «Solo ante el peligro». Y quizá haya un gramo de su inconmensurabilidad en la tímida forma en que agradecemos los instantes en los que la luz nos atraviesa. Igual que esas espadas como labios que cantó el poeta más discreto y letal, Vicente se llamaba.
La vida se puso en pausa sin previo aviso, mientras en su cabeza notable sonaba un bolero de voces confusas y el aullido de las ambulancias. Pero existen voluntades tercas, capaces de desafiar a la lógica y darle jaque mate a la muerte. Raphael, sin ir más lejos. En sus canciones, que él no compone pero hace enteramente suyas, los hombres reciben golpes imborrables. Y está todo el zumo de la intimidad de los amantes, que sale al exterior de golpe y puedes metértelo en un bolsillo igual que un trozo de tela coloreada de deseo.
Quienquiera que fuese el primer dueño del hígado que lleva dentro, y va para veinte años, debió de ser también un titán. Porque el cantante vive desde aquello en un clímax permanente. Aunque no lo sepamos, la felicidad consiste en resistir: después de eso, vivir es sólo aguardar lo inevitable.
¿Qué sabe nadie? No, Raphael, hace ya años que todos lo sabemos: eres eterno. Y cuánto nos ayuda mirarte, saberte ahí. Cuánto bien nos hace tu catecismo de supervivencia.