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Julio Verne: mensajes cifrados para ir al centro de la tierra

Un libro explora cómo las matemáticas influyen en la narrativa de Julio Verne y conforman el universo de sus «Viajes extraordinarios»
Ilustración de Méliès sobre el viaje a la luna de Julio Verne
Ilustración de Méliès sobre el viaje a la luna de Julio VernelarazonLa Razón

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«¿Hace falta decir que Julio Verne es el paradigma mismo de la fantasía dura, que su obra admirable no sólo pretende lograr el efímero triunfo de la perplejidad, sino también las magias más perdurables y hondas de la profecía, el ritual iniciático y la liberación utópica?», se preguntaba Fernando Savater en «La infancia recuperada», libro de 1976. La reacción ante la pregunta retórica sólo podrá despertar un sentimiento cómplice, pues el célebre lema de Verne (Nantes, 1828-Amiens, 1905) –«Todo lo que una persona pueda imaginar, otros podrán hacerlo realidad»– sigue cobrando un sentido pleno en esta existencia nuestra tecnificada y globalizada hasta el extremo. Creó personajes imborrables en el tiempo, presencias que se acercan a la formación de arquetipos modernos imitados hasta la saciedad: Nemo y su Nautilus, Phileas Fogg, Miguel Strogoff, el profesor Lidenbrok y su sobrino Axel...
Y sin embargo, este escritor ha sido minusvalorado por la crítica literaria desde siempre, tildándolo de mero entretenimiento para jóvenes. Otro literato mayúsculo no siempre bien tratado por los expertos, R. L. Stevenson, en un ensayo de 1876 ya advertía el modo en que los héroes vernianos se adelantaban a la ciencia contemporánea con un lenguaje que convencía a los profanos: «Estas narraciones no son verídicas, pero no acaban de encajar bajo el rótulo de imposibles». A ello añadía: «Sospecho que su base científica es muy endeble; no por ello pongo por un momento en tela de juicio la excelencia de las narraciones».
Julio Verne
Julio VerneWikipedia, dominio público
Stevenson, como el gran lector que era, sabía con qué parámetros enjuiciar: «De la naturaleza del hombre es seguro que no sabe nada; y en estos tiempos tan artificiosos produce alivio descubrir a un autor que [...] finge ignorarlo todo sobre los misterios del corazón humano». En efecto, el autor de «La isla del tesoro» no se venía a engaño. Se daba cuenta de que los personajes de Verne eran marionetas dentro de una prosa en la que no existía ambición estilística ni filosófica, sino que sólo ofrecía «el legítimo interés de la fábula», la cual pendía «durante bastante tiempo de un intrincado misterio». Cabe decir, asimismo, que hubo en Francia, durante los años setenta, un redescubrimiento del autor de Nantes en el que Michel Butor, Roland Barthes y Michel Foucault quisieron hallar rasgos políticos y simbólicos aún inexplorados en sus obras.
Según sus biógrafos, se trató de un hombre triste y de salud frágil, que se casó con una viuda a la que no amó; que descuidó a su hijo como su propio padre (un importante abogado) había hecho con él; que, en un artículo de 1902, y tras escribir su centésimo libro, previó el fin de la novela a cincuenta o cien años vista, dado que ya nadie iba a necesitar su lectura frente a la dosis de realidad de los periódicos; que escribió con el simple deseo de entretener. En esto último, sería determinante Pierre-Jules Hetzel, un editor de libros religiosos y aficionado a la ciencia y la historia, quien contribuyó para que el estudiante de derecho y dramaturgo llegara a ser el fundador de la ciencia ficción, el narrador visionario cuyos inventos ficticios hoy vemos corrientes. Y es que, un día de 1862, después de fracasar en los escenarios parisinos, pese al apoyo del mayor dramaturgo francés de la época, Dumas hijo, a los treinta y cuatro años, Verne siente que está trabajando en un «género nuevo», inspirándose en lecturas de revistas científicas para un público profano con curiosidad por los avances tecnológicos.
El punto de inflexión llegó para él cuando, a los veinte años, todos sus esquemas vitales cambiaron al trasladarse a París por orden de su estricto padre, con objeto de estudiar leyes. Pero el ruido, la bohemia, los ambientes intelectuales de la capital le deslumbraron, y acabó prefiriendo una existencia miserable en una buhardilla dedicándose a escribir operetas que la hipocresía de recibir dinero desde casa para consagrarse a la universidad. Sus verdaderas lecciones acontecían sentado en la Biblioteca Nacional, leyendo manuales sobre química, botánica, geología, oceanografía, astronomía, matemáticas... En definitiva, se interesó por todas las disciplinas científicas; las asimiló como son pero, sobre todo, desde el punto de vista de hacia dónde podían encaminarse.
He ahí la clave: las posibilidades reales de lo que aportará en el futuro el estudio de la mecánica o la física y que conoció gracias a la suscripción a varias revistas. Ahora, el libro de Vicente Meavilla (Mahón, 1949) «Las matemáticas de Julio Verne» muestra cómo esta ciencia numérica quedó patente en muchas de sus narraciones. De este modo, este catedrático de Matemáticas y autor de diversos libros sobre la materia, en primer lugar, aporta un pequeño recorrido biográfico del escritor, que por cierto, en 1878 y 1884, visitó la ciudad de Vigo a bordo de su yate, lo que llevó a que la ciudad gallega le dedicara un monumento. Luego, Meavilla habla de lo que fueron los «Voyages Extraordinaires», el título genérico con el que se conoce la colección de libros de viajes y aventuras que Verne publicó entre 1863 y 1919, todos ellos «salpicados de noticias científicas concernientes a la geografía, botánica, zoología, astronomía, física, química, criptografía y matemáticas».
Descubriendo las últimas teorías sobre los avances técnicos, y haciendo volar una imaginación que tenía reprimida en su hogar familiar, Verne escribió el primero de estos «Viajes extraordinarios», las hazañas del doctor Samuel Fergusson, inventor de un globo con el que cruza África con dos compañeros igualmente ávidos de aventuras. La novela tendrá un éxito inmediato, y con ella dará comienzo un género hasta el momento inexistente en Francia: el relato de entretenimiento dirigido exclusivamente a la juventud. La obra apareció en diciembre de 1862, y su resultado económico no pudo ser más prometedor. Hetzel presagió un largo éxito y lanzó una propuesta tentadora que se acabaría convirtiendo en esclava: 20.000 francos durante dos décadas a cambio de que escribiera dos novelas al año (el contrato se renovó dos veces).
Meavilla explica que, desde una óptica matemática merecen especial atención unas novelas concretas. En «Viaje al centro de la Tierra» (1864), «gracias a la interpretación de un mensaje cifrado, se descubre la puerta de entrada al centro de la Tierra. En «De la Tierra a la Luna» (1865), «se hace referencia al teorema de Pitágoras, al pons asinorum y se aportan datos concernientes a matemáticos y astrónomos (Tales de Mileto, Aristarco de Samos, Clomedes, Beroso, Hiparco, Ptolomeo, Abul Wafa, Copérnico y Tycho Brahe) que contribuyeron al conocimiento del astro de la noche». Por lo que respecta a «Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral» (1872), se aborda el problema de la medición de un arco de meridiano. En «La isla misteriosa», se ve «un método indirecto para la determinación de la altura de una muralla de granito, se presentan algunas cuestiones relacionadas con las progresiones geométricas y se describen paisajes vegetales y minerales utilizando el lenguaje geométrico». En «La jangada», «se analiza un método de sustitución para cifrar y descifrar mensajes, que se apoya en un número clave». En «Mathias Sandorf», hay «un procedimiento que utiliza una rejilla perforada para encriptar y desencriptar documentos». Por ultimo, en las «Maravillosas aventuras de Antifer», «se plantea un interesante problema de trigonometría esférica».
De esta manera, Verne fue dando viajes extraordinarios –a quién no le son familiares o ha visto adaptaciones a la pantalla o al cómic, en todo el mundo, de «La vuelta al mundo en ochenta días» o «Veinte mil leguas de viaje submarino»– a medida que el continuo trabajo se volvía su única válvula de escape. Anclado a ese acuerdo, todo se redujo a la escritura: apenas se relacionaba con su mujer, de la que jamás había estado enamorado, su hijo Michel padecía el desprecio que el propio Jules había sufrido de su padre, y su salud le deparará diabetes, úlceras, desmayos, parálisis faciales, pérdida de vista y oído, formando una rara mezcla de gloria universal e infelicidad completa. Acaso su única compañía verdaderamente auténtica fuera la de su hermano, Paul, que por cierto escribió un relato de una ascensión al Mont Blanc en 1874 y al que preguntaba sobre asuntos marineros. 62 novelas y 18 novelas cortas le contemplarán.
La excepcional vida de Jules Verne se pudo conocer mediante un llamativo libro en 2018: “Julio Verne. Testamento de un excéntrico”, de Rémi Guérin, que además contó con un prefacio del bisnieto del narrador. Así, Jean Verne llegaba a hablar de su bisabuelo como de un «enigma», al desconocer en verdad su vida interior y ofrecer de puertas afuera ciertas contradicciones: «Buscó el reconocimiento institucional y de las élites, pero huyó de las mundanidades, las extravagancias y la adulación cortesana. Se encerró en una vida laboriosa lejos de la efervescencia artística parisiense, pero se postuló a la Academia Francesa. Se casó pero rechazó las coerciones de la vida familiar. Dio la vuelta al mundo y al espacio en sus novelas, pero apenas intentó viajar aparte de la navegación por las inmediaciones». No hay que irse muy lejos en el tiempo. En el 2019 se cumplieron los ciento cincuenta años de “Veinte mil leguas de viaje submarino”, una novela que cuenta cómo, de modo inesperado, diversos buques en distintos mares sufren el ataque de una monstruosa criatura marina que los manda a pique; en busca de resolver semejante misterio, se prepara una fragata para acabar con la amenaza de la bestia, lo que dará como resultado el descubrimiento de un personaje tan singular como el Capitán Nemo.

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