Karl Marx, borrachín, clasista y putero
Vuelve a estar de moda el autor de "El capital", uno de los hombres que más quebraderos de cabeza ha causado en el siglo XX. Y sigue. He aquí, digamos, algunas de sus historias más ocultas
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Estoy pasando una época muy mala. Estamos en marzo de 1883, en pleno siglo XIX, y es inaudito que la medicina burguesa no sepa aún curar una gripe. Sin duda es una mano invisible para limitar el ejército industrial de reserva, a ese proletariado que sobra en la explotación del hombre por el hombre. Sé de qué estoy hablando. Soy Karl Marx. Llevo en la cama más de un año. No es resaca, ni que esté con un par de furcias. Es que los mocos me han bajado al pecho. Creo que es el momento de poner mi conciencia tranquila y confesar. A los 18 años mi padre me envió a la Universidad de Bonn. «Hazte un hombre de provecho», me dijo. Y válgame Rousseau que lo intenté, pero encontré un grupo de colegas que me llevó por el mal camino. Iba todas las tardes a la taberna de Tréveris. Qué cerveza y qué mujeres. Fundamos un club y nos dedicamos a beber. Yo pagaba las rondas con el dinero de mis padres y los amigos me hicieron presidente del club.
Me llamaban «El moro» por mi pelo negro. Con ellos me aficioné a frecuentar los burdeles, práctica que no he abandonado en mi vida. Son pobres hijas del proletariado que necesitan una ayuda. Yo se la doy porque tengo conciencia social y, por qué no decirlo, un buen apetito sexual. Solemos hacer justicia proletaria por las calles. En una ocasión zurramos a unos prusianos, y uno de ellos, de los Borussia Korps, me retó a un duelo. Me hirió debajo del ojo izquierdo. Siempre he sido muy violento, tengo que confesarlo.
En las reuniones políticas me he enfrentado a la gente por su mediocridad e ignorancia. Algunos dicen que soy un engreído, un «dictador demócrata» ¿Qué sabrán? El caso es que acabé detenido por la policía y mi padre se hartó. Vaya charla me echó. Que si me gastaba todo el dinero y no había aprobado nada, y qué sé yo. Mis padres me enviaron a la Universidad de Berlín en 1836, más dura que la de Bonn. Estuve cuatro años, pero solo frecuenté las tabernas y los burdeles. No faltaron las peleas ni las detenciones por llevar armas. Mis padres, desesperados porque ni trabajaba ni estudiaba, me mandaron a la Universidad de Jena, que tenía fama de ser fácil. Allí conseguí doctorarme. Soy un crack.
Para seguir mi vida recta y ejemplar empecé a trabajar de periodista en la «Gaceta Renana». Buscaba notoriedad, así que escribía artículos durísimos contra la burguesía y el capitalismo. En 1843 me casé con Jenny. Tenía un ojo mirando a Renania y el otro al Estrecho de Ormuz pero tenía su gracia. Era hija del barón Ludwig von Westphalen, que murió el año anterior. A su madre, la viuda, nunca le caí bien, quizá porque en la luna de miel le pedí que pagara mis deudas tabernarias y prostibularias. Eso sí; en nuestra boda nos regaló una criada. Sí, como lo oyen. Helene, se llamaba. Nos acompañó en todos los viajes, a París, luego a Londres, y al final a mi cama. No le pagué nunca. A cambio le di un hijo. Ahora no recuerdo su nombre. A Jenny, mi mujer, le conté que era hijo de Friedrich Engels, y le retiró la palabra. A ver, no es para tanto. Ya le dije a Friedrich: «Si nos das una casa gratis, qué menos que corresponderte con un niño». Pero que quede claro. El chico nunca se sentó a la mesa con nosotros. Comía y dormía con el servicio. Cuando Jenny se enteró de la verdad se disgustó al principio, luego nos reímos de la cara que puso Engels y seguimos como si nada.
La verdad es que he sido muy feliz. No he trabajado en la vida. Todo me lo han pagado mis padres, Friedrich Engels y mi suegra. He tenido siete hijos con Jenny, además del bastardo, del que no recuerdo el nombre porque como siempre decíamos «Eh, tú», pues nada. Creo que ya puedo confesar que cuando Jenny estaba convaleciente de varicela y yo harto de mis visitas a los burdeles, me propasé con mi sobrina, una niña. Estuvo feo, sí. Quizá no eduqué bien a los pequeños, o para ser exactos, ellos no entendieron nada. Veo tendencias suicidas en Laura y Eleanor, las dos quieren emparejarse con socialistas, y ya les he dicho que esa es gente de mal vivir, buen beber y peor fornicar. Pero ni caso. Si un día he de morir, que está por ver, solo lamentaré perderme una buena liquidación de judíos, reyes, aristócratas, burgueses, disidentes y otros traidores a la clase obrera. No se puede tener todo en esta vida.