Los traidores del Partido Comunista
El libro «Falsos camaradas» explora cómo una de las claves para desmontar la clandestinidad por parte del franquismo fueron los traidores comunistas, que llevaron al desastre a sus compañeros
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Últimamente, aunque ¿cuándo no?, se suceden los estudios con respecto a la Guerra Civil Española desde prismas concretos que ayuden a arrojar luz sobre un asunto susceptible de recibir una atención bibliográfica infinita. Más si cabe cuando los acontecimientos sucedidos entre 1936 y 1939 aún despiertan pasiones, diferencias ideológicas y hasta enfrentamientos entre historiadores. A veces, ciertos asuntos específicos en torno a esta materia coinciden en las librerías, como si surgiera un camino inexplorado que es necesario abordar; y eso puede haber ocurrido en los últimos años con respecto no sólo a la misma guerra, sino a los años subsiguientes, con respecto a la represión en el círculo comunista.
Sólo hace unas semanas teníamos un trabajo Miguel Platón, «La represión en la posguerra» (editorial Actas), resultado de su acceso a documentos del Cuerpo Jurídico Militar, inéditos hasta 2010, que le sirvieron para examinar los expedientes de condenados a muerte que, a partir de 1939, llegaron a manos de Franco para que decidiera la conmutación de la pena capital o se decantara por la ejecución. Tales expedientes, un total de 22.337, estaban acompañados de tres libros-registro en que se veían anotados «los nombres y principales circunstancias de los condenados. En total sumaban 24.949 nombres hasta el 30 de junio de 1960, a los que era preciso añadir 54 condenados más hasta noviembre de 1975. En total, por tanto, los auditores militares habían remitido a Franco 25.003 condenas a muerte», escribía el autor.
Se trataba, a sus ojos, de «resolver la más importante cuestión pendiente de la Guerra Civil española: la extensión de la represión efectuada en la posguerra». Al parecer, se hizo la conmutación de la pena capital en 12.851 casos, un poco más del cincuenta por ciento, y los tribunales militares condenaron a muerte a 30.000 personas, de las que fueron ejecutadas unas 15.000. Fueron indultados la gran mayoría de los mandos del Ejército Popular de la República, los Comisarios Políticos, los miembros de los Comités revolucionarios, los espías o los guerrilleros, añadía Platón. Además, su libro contaba con un prólogo del hispanista Stanley G. Payne, que abordaba lo que calificaba de «gran mito» basado en otros cálculos de colegas que agrandaban mucho más la cifra de represaliados.
Y es que ocasiones para leer en torno a este contexto no faltan. En 2021, Alianza ofreció un libro de Lisa A. Kirschenbaum, que a partir de documentos oficiales del Comintern, estudiaba la relación entre la Guerra Civil Española y el movimiento comunista internacional. Y también aparecía «Un siglo de comunismo en España I. Historia de una lucha» (Akal), en que varios estudiosos se hacían eco del nacimiento del Partido Comunista de España en 1921, fruto de la fusión del Partido Comunista Español y del Partido Comunista Obrero Español. Su enfoque era colocar el comunismo español desde la represión y la clandestinidad, viendo que sobrevivió a duras penas, con distintas etapas de persecuciones, refundaciones y resistencias, hasta marcar su destino como «partido del antifranquismo». «Cometimos errores, pero los cometimos luchando», dijo el poeta Marcos Ana. Y para profundizar en algunos de ellos, nada mejor ahora que conocer «Falsos camaradas. Un episodio de la Guerra Antipartisana en España, 1947», de Fernando Hernández Sánchez.
Acabar con la clandestinidad
El diccionario de la Academia Española define «partisano» como sinónimo directo de guerrillero, y también de, entre otros, rebelde, faccioso, combatiente, incluso francotirador. En el libro, este profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la UNED, proporciona una serie de cifras en un periodo de tiempo muy delimitado, el año 1947, momento en que diversos dirigentes comunistas decidieron ponerse al servicio de la policía, lo que condujo a desmantelar la estructura clandestina del partido. Eso llevaría a detener a más de dos mil activistas, a condenar a muerte a cuarenta y seis y a encarcelar largamente a muchos. De ahí el título del libro, pues estamos ante una historia llena de infiltrados, traidores y confidentes; una información que Hernández Sánchez pudo rastrear y ordenar a través del propio archivo histórico del PCE. «A bastantes de los que en primera instancia salvaron la vida les aguardó un horizonte penal que en algunos casos llegó a sumar dos décadas. La organización fue deshecha y solo quedaron grupos aislados, desmoralizados y dirigidos por inexpertos. A los falsos camaradas se debe que, a finales de la década de 1940, la militancia comunista estuviese reducida a las cárceles, replegada en el exilio, aislada en los montes o enterrada en los cementerios», apunta al autor. Éste no tarda en presentar a uno de los personajes más destacados del libro, el policía Roberto Conesa, que recibía recompensas especiales para llevar a cabo las acciones represivas del régimen; a su sueldo anual de 7.200 pesetas se le añadió, entre 1944 y 1950, otras 5.350 en concepto de premios. La consigna estaba clara: desbaratar los intentos de que los opositores se rearmaran y hacer que sus integrantes fueran detenidos, juzgados sin garantías y condenados a cárcel o a fusilamiento. Conesa llevó a cabo un largo trabajo de investigación para –incluso con el riesgo de infiltrarse en sus propias filas– descubrir y desarticular organizaciones clandestinas que, como se decía en un documento oficial franquista, «desde el momento en que fue liberada nuestra Patria, han tratado desde el interior y el exterior, de perturbar el Orden Público en su intento de derribar nuestro Régimen». Entre tales organizaciones, claro está, estaba a la cabeza el Partido Comunista, «implacable enemigo».
Traición y tortura
Un punto de inflexión en todo ello sucedió en septiembre de 1946, cuando se detuvo a dos militantes de base que «propició que uno de ellos flaqueara durante el habitual “hábil interrogatorio”, entregando a Jesús Pinilla, un activista venido del norte de África», explica Hernández Sánchez. Pinilla delató, a su vez, a un camarada llamado Silverio Ruiz, al que torturaron durante nueve días «para que revelase la clave del listado de citas que le había sido incautado, pero se mantuvo firme». Entonces, el responsable de organización, Sánchez Biedma («Torres») telefoneó a su casa, sin sospechar que la línea estaba intervenida por la policía. «Fue detenido y sometido a tortura en la DGS, revelando la dirección de una estafeta en la calle de Cartagena, 44, donde sorprendieron a Manuel Rodríguez Antonio (“Gerardo el Chato”). Era el encargado del aparato de multicopistas e imprentas y lo hallaron en posesión de un archivo con más de cincuenta biografías».
Ese fue el principio del fin, pues Gerardo delató a todos los camaradas que conocía, y poco a poco todos aquellos partisanos, jóvenes e inexpertos en su gran mayoría, fueron confesando lo que sabían. No podía ser de otra manera habida cuenta de que «El Chato se había convertido en un entusiasta colaborador de la policía acompañando a los agentes para señalar a un camarada tras otro. Era el continuador – y no el último, precisamente– de una saga de soplones que compartieron el apodo del “Chato”, como si el alias imprimiese carácter». Eso ocurría muy señaladamente en Madrid, por donde iba en taxi «a la caza de militantes», pero también en Barcelona, donde aconteció la llamada «caída de los ochenta», una operación que destruyó la estructura organizativa del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), de sus juventudes y de su aparato guerrillero.
El libro nos presenta a otros traidores, a otros «Chatos», por medio de las cuales los comunistas fueron cayendo cual piezas de dominó. Y todo ello en un contexto de tensiones internas en el Partido Comunista, que hacía que algunos miembros se resistieran a aceptar las órdenes que se les daba. Ya a comienzos de 1947 el aparato de propaganda, en especial «Mundo Obrero», era «una de nuestras grandes debilidades», dijo uno de los miembros, pues incluso les fallaba lo más básico: el tipógrafo, el maquinista, el redactor, los canales de distribución…
Asimismo, el autor nos conduce al interior de las cárceles, con «sus espantosas condiciones» en que la tortura era moneda corriente, con testimonios tan desgarradores como este Pedro Valverde, uno de los de la «caída de los ochenta», de su paso por Vía Layetana: «Últimamente fueron ingresados en este establecimiento unos sesenta detenidos de la CNT. Según ellos, fueron torturados en Jefatura y dos fallecieron, uno de ellos por haberle arrancado los testículos». La escena prosigue, brutalmente. Eran los tiempos sádicos y oscuros de nuestro pasado, repletos de pequeñas historias dramáticas, algunas de ellas vinculadas con la traición del compañero de fatigas comunistas: el falso camarada.
Las mujeres comunistas
En este ambiente de partisanos, duro y peligroso, no solo había varones luchando en contra del franquismo. Según relata el propio autor, Hernández Sánchez, «las mujeres jóvenes que habían accedido a la militancia durante la guerra desempeñaron un papel muy importante en la reconstrucción del PCE y de sus organizaciones satélites. Una de estas fue la Unión de Muchachas, encargada de la ayuda a los presos mediante el mantenimiento de correspondencia entre ellos y chicas en calidad de madrinas. Celebraban rifas para sacar dinero y enviar alimentos y ropa de abrigo a las cárceles o sufragar los viajes para ver a sus ahijados. En las navidades de 1946, las muchachas de Burgos sacaron dos mil pesetas por este procedimiento y las de Madrid pudieron visitar las prisiones de Carabanchel, Ventas, Segovia, Burgos, Alcalá, Ocaña y Guadalajara. «La iniciativa tuvo un impacto muy positivo en la moral de los reclusos».