La fecha: 1920. ¿Cómo hacía Marañón para componer una enorme obra literaria y científica que nadie creería que un solo hombre hubiese sido capaz de producir?
Lugar: Madrid. Dormía cinco horas al día y aseguraba que era tiempo más que de sobra para estar en plena forma, y que el trabajo era el mejor somnífero.
La anécdota. Entre el rumor de las conversaciones y el humo de los cigarros, lacerado por el dolor de ver morir a su paciente Galdós, compuso su admirable obituario.
Se llamaba a sí mismo, con toda justicia, el «trapero del tiempo». Siempre me he preguntado de dónde sacaba tantas horas al día el insigne doctor Gregorio Marañón y Posadillo (Madrid, 1887-1960) para atender las voluminosas historias clínicas de sus pacientes, visitar sus cuatro salas del hospital, pasar allí las fatigosas consultas o acudir a los domicilios particulares para atender a los enfermos más graves. La respuesta a esa pregunta constituía para mí, hasta hace algunos años, un verdadero misterio.
¿Cómo hacía Marañón, si no, para recoger de aquí o allá los minutos que el común de los mortales desperdiciamos a la hora de pronunciar también una lección magistral en su cátedra ante una clase a rebosar en la que jamás faltaba un solo alumno? ¿O para componer una descomunal obra literaria y científica que, analizada en su conjunto, nadie creería que un solo hombre hubiese sido capaz de producir: desde títulos como «Vida y decoro de España» y «Ensayos liberales», hasta «Amiel, un estudio sobre la timidez, «El Conde Duque de Olivares. La pasión por mandar» o «Tres ensayos sobre la vida sexual»? ¿Alguien se ha interpelado también cuándo leía Marañón cientos de libros? ¿Veinticuatro horas al día daban en realidad para tanto en la vida de un médico por eminente que fuese en todo el mundo?
El doctor se despertaba siempre a las siete de la mañana, ya fuese invierno o verano. Desde esa hora despachaba ya con su mujer Dolores Moya –«Lola», en familia– análisis, radiografías, fichas de su monumental archivo de enfermos con sus diagnósticos y tratamientos hasta la hora del desayuno. Poco después, el matrimonio retornaba al despacho para atender el correo. Don Gregorio dictaba entonces a su esposa algunas cartas para médicos rurales con pacientes complicados, y otras las redactaba ella misma a mano. Con razón, sentenció más de una vez el galeno a la periodista Josefina Carabias cuando ésta le preguntó cómo se las arreglaba para sacar de la vida tanto provecho: «¡Nada hubiera sido posible sin ella!», prorrumpía. Y detrás de un gran hombre, en efecto, había en su caso una gran mujer a quien él llamaba cariñosamente Lolita. Hasta pasadas las 14:30 no regresaba Marañón a su casa, ni volvía a pisar su luminoso despacho con balcones a la Castellana, adornado en sus paredes con tres cuadros del Greco. Disfrutaba ya entonces como un niño más, cuando le conoció Josefina Carabias, de sus ocho nietos: tres de su hija Carmen, casada con Alejandro Fernández Araoz; dos de su hijo Gregorio, desposado con Patricia Bertrán de Lis; y otros cuatro de su hija Mabel, casada con el periodista inglés Thomas Burns.
Aprovechaba alrededor de una hora para entretenerse y almorzar en la mesa de la biblioteca, al abrigo de los libros, antes de empezar su fatigosa consulta que se extendía durante las ocho horas siguientes. Excepto los jueves, cuando la interrumpía a la siete para asistir a la sesión de la Real Academia de la Lengua a la que pertenecía en calidad de censor.
A veces, cuando el cansancio resultaba ya casi inasumible tras examinar a tantos enfermos seguidos, pues Marañón era ante todo un hombre de carne y hueso, se refugiaba unos minutos en la salita adyacente al despacho donde permanecía su mujer toda la tarde leyendo o charlando con sus hijas o alguna amiga. Era un modo rápido y eficaz de cargar las pilas.
Si le quedaba un rato libre desde el final de la consulta y la hora de la cena, lo aprovechaba siempre para escribir con la misma asombrosa rapidez con que redactó el obituario de Benito Pérez Galdós por encargo de su suegro Miguel Moya, director de «El Liberal», la misma noche del 4 de enero de 1920 en que falleció el autor de los «Episodios Nacionales». Don Gregorio tomó la pluma y allí mismo, entre el rumor de las conversaciones y el humo de los cigarros, lacerado aún por el dolor de haber visto morir a su paciente y amigo de la infancia, compuso uno de los más bellos artículos de su vida, publicado al día siguiente en el periódico.
Nada más leerlo, Miguel Moya reconoció atónito que incluso Blasco Ibáñez, el más rápido de los escritores de entonces, hubiese necesitado una tarde entera y la compañía de cinco habanos para conseguir lo que Marañón acababa de redactar en un momento. Toda su obra literaria la llevó a cabo en horas perdidas, aprovechando también los viajes, cuando no tenía consulta ni hospital.
CINCO HORAS DE SUEÑO
¿Cuándo leía Marañón, el médico por excelencia del siglo veinte? ¿Cuándo devoraba las ingentes cantidades de libros que le procuraron una cultura tan vasta y enciclopédica? Por increíble que parezca, el doctor leía por la noche, en la cama. Solía empezar a las once y no apagaba la luz antes de la dos de la madrugada, para estar de nuevo en pie a las siete. Así, un día tras otro, durante más de cuarenta años consecutivos. Dormía tan solo cinco horas al día y aseguraba que era tiempo más que de sobra para estar en plena forma a la jornada siguiente, al menos en su caso. Decía también a sus pacientes que el mejor somnífero no eran los medicamentos que él les recetaba tantas veces, sino el trabajo intenso y fatigoso que le hacía dormir profundamente, igual que un niño, para seguir al pie del cañón al día siguiente.