Hay que ver lo socarrona que puede llegar a ser la palabra respeto. Lo constaté esta misma semana en el taller
«Drag eando», celebrado en el
Museo Antropológico de Madrid. Álex Aguirre, miembro del colectivo Ayllu, organizador del evento junto a Migrantes Transgresorxs, pidió, «por respeto», sustituir de forma inmediata nuestra «a» femenina por la «e» no binaria o «ex» en caso de utilizar el plural.
La invitación, que no requería más exigencia que reserva previa, había despertado mi curiosidad, sin sospechar que ese respeto solicitado se transformaría en una forma de intimidación o coacción hacia quien creyó que podría asistir a la cita sin necesidad de aparcar en la calle su condición de mujer, ciudadana española, blanca y heteronormativa. Y orgullosa de cada uno de estos conceptos.
Me presenté sin prejuicios, a pesar de algunos comentarios en las redes sociales que ya hacían intuir qué cabría esperar: «Un museo nacional convertido en ventana del wokismo cutre y degenerativo que daña la reputación de un museo nacional». El detalle de lo público, de incluirse en un espacio que es parte de nuestro patrimonio nacional, lo dejaremos para más adelante, aunque conviene avanzar que el taller, que resultó carente de atractivo, solo contó con una decena de participantes, ocho de ellas mujeres, lo que incita a pensar en la gestión de nuestros recursos.
El evento imponía su propio «dress code» o código de vestimenta. «Ropa cómoda», como era de esperar. Y puesto que el lenguaje en este contexto se vuelve maleable,
una tomó la palabra «comodidad» como Dior le dio a entender. Es decir, zapatos destalonados de tacón discreto, siguiendo una sabia recomendación de
Coco Chanel, y el binomio, siempre prudente, blanco y negro. Lo de destalonar el calzado para darle confort resultó bastante menos fatigoso que el resto de los imperativos que fueron llegando en el transcurso del taller.
A la ropa de género neutro y el lenguaje «no binario» le siguió la espuria intención de hacernos creer que, como dijo Walt Disney, todos nuestros sueños se pueden hacer realidad si tenemos el coraje de perseguirlos. Pero no era en el genial productor en quien pensaba Álex con su propuesta, ni tampoco en esos sueños basados en nuestra paciencia y esfuerzo para alcanzar el camino deseado o cambiar el mundo. Qué va. Este hombre ecuatoriano y de enjuta apariencia se refería a la posibilidad de autodeterminarse hombre, mujer, animal o cosa simplemente cerrando los ojos. Nadie mejor que él representó la pantomima sentado en su silla, autoexplorándose con sus manos y contoneándose con poca gracia pensando en quién sabe qué criatura le habría gustado reencarnarse.
Entendámoslo. No era un espectáculo al que uno asiste y cumple su minuto de gloria plantándose en el escenario como si fuese Hitchcock en cualquiera sus cameos. Era un taller organizado desde el Ministerio de Cultura y, por tanto, se sobreentiende una intención didáctica, constructiva y moralizadora. Ahora bien, ¿quién revisó su contenido? Álex, de 50 años, llegó hace 15 de las montañas de Ecuador. Dice que es «terapeuta y creadore transfeminista y antirracista». De nuestros bolsillos sale el precio que pone a su discurso basado en el borrado de la mujer y en su obstinación por hacer desaparecer de la condición femenina la palabra sexo para sustituirla por identidad. En sus peroratas mezcla violencia de género, masculinidad, racismo, lucha de clases y el privilegio de la raza en un batiburrillo muy difícil de admitir, menos en un país como España, afortunadamente avanzado en derechos humanos y sociales.
Para reforzar su narrativa, el taller «drag eando» proyectó un vídeo bochornoso grabado en Ecuador en 2008. Rancio, ajeno a nuestra realidad española y de muy baja calidad estética, aunque en su día se idease con la mejor de las intenciones. El conductor del taller insistía en la necesidad de lo no binario y en el desprecio de la raza blanca, el sexo y los cuerpos normativos. Incitaba a hacerse disidente como exigencia vital. ¿Por qué tendría que desistir de mi blancura, ahora rota por unos rayos de sol y alguna mancha propia de la edad? Si cierro los ojos y al despertar me veo en la piel de un león, por ejemplo, ¿habré espantado el elevado riesgo de padecer un cáncer de mama o de ovario que me da mi sexo femenino? ¿O dónde está escrito que el mestizaje nos hace ser mejores?
Participé en el taller «Drag eando» con la delicadeza que mi empatía me permite.
«Drag eé» con el resto, pero con escepticismo científico y racional. Por tanto, sin intención de hacerme disidente de las condiciones que la naturaleza o las circunstancias vitales me regalaron y consciente de que no es mi blancura la que me puede hacer brillar o alejarme del mal. Con un poco de vergüencita ajena, me sumé al grupo cuando hubo que saludarse primero guiñándose unos a otros, luego con un besito al aire y, finalmente, con un choque de glúteos, por decirlo suavemente. Llegué a pensar que, de seguir por ese camino, acabaría como
Isabel Díaz Ayuso cuando se vio en la tesitura de perrear con la cantante Anitta en su concierto.
Puesto que mi curiosidad estaba de sobra colmada, renuncié al ejercicio final del travestismo. Sobre una mesa atisbé accesorios y maquillajes para la ocasión, pero lo vi innecesario y artificioso. El Museo Nacional de Antropología, que forma parte de nuestro patrimonio nacional, desaprovechó la ocasión de mostrar lo mismo con otra estética y contenidos más ricos. Me quedé con las ganas de conocer el fenómeno drag en culturas exóticas y movimientos folclóricos o su lucha en algunas sociedades rurales.
Faltó mostrar la belleza, la dramaturgia y la emoción que puede haber detrás de una persona drag. La estética, igual que el espectáculo, forma parte del colectivo LGTBI, aunque sea para narrar su historia profunda y sus experiencias de dolor. Y si Álex hubiese cedido la voz a Andrea, su compañera de taller y a ratos transformista, en lugar de servirse de ella como ayudante, habríamos conocido su relato, acompañado seguramente de un mensaje valioso de superación y de resiliencia. Habría sido una forma más auténtica de presentar su discurso y reivindicarse. Ella, con su aura de misterio, sí pedía a gritos visibilidad y presencia.
Pero se impuso la soberbia, la pedantería de hacernos creer equivocados y la impertinencia de obligarnos a pedir perdón por la blancura, perdón por la doble X en los cromosomas que nos describen inequívocamente a las mujeres y perdón por ser ciudadana de un país que formó parte del ciclo histórico de esas culturas que ahora quieren dar lecciones de respeto ya superadas.
Descolonizan los museos y colonizan nuestros cerebros
El prefijo «de» que el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, se empeña en cargar sobre la historia implica descenso, dirección hacia abajo. Igual que devaluar, depreciar, degenerar, derruir… Él lo coloca sobre la palabra colonización con el fin de elaborar un nuevo relato a partir de su particular revisión de lo que sucedió hace cinco siglos. «Decolonización» o «descolonización». Lo usa de forma indiferente en las instituciones y museos que tiene en su cartera ministerial. Lo sucedido en el Museo de Antropología, con actividades que parten de una visión descaradamente reduccionista y una narrativa poco o nada conciliadora entre culturas, se está repitiendo en el resto.
Urtasun anunció en enero su intención de revisar las colecciones nacionales para «superar su marco nacional». Sin ir más lejos, la exposición del Museo de América «Espejito, Espejito», con piezas del tesoro de Quimbaya. En ella se afirma que la colección «permanece retenida» en Madrid, se utiliza el término «Abya Yala» para referirse a América y enfoca su contenido desde el maniqueísmo de buenos y malos, oprimidos y opresores. Por cierto, las piezas del Tesoro de Quimbaya, que reclama Colombia, no fueron extraídas de forma ilegal ni durante la época colonial, por lo que no se aplican las directrices del Consejo Internacional de Museos.
Antes de nada, habría que escuchar a los historiadores que insisten en la naturaleza virreinal, no colonial, de los territorios españoles en América. Es un debate que buena parte de nuestros investigadores ya tenían cerrado al considerar que no hubo tal explotación, como tampoco esa rapiña de obras de arte que sí se dio en otros imperios y que puede apreciarse en el Louvre.
En el plan de descolonización de Urtasun, los museos públicos están perdiendo su identidad como espacios que deberían conectarnos con nuestro pasado desde una objetividad. Es una burda manipulación que empieza con el lenguaje, con términos como supremacistas blancos, genocidio, saqueo y violencia estructural.