Lógico que, en ese festival de la diversidad «queer» que es la Berlinale, apareciera
Kristen Stewart para reivindicar lo que parece una tendencia del cine contemporáneo a tener en cuenta, y que «Love Lies Bleeding», la segunda película de Rose Glass después de la notable «Saint Maud», representa, en la sección Kristen Stewart
Berlinale Special, sin que le temblara el pulso: un cine de identidad fluida, que ya no apueste por la mezcla de géneros sino por
una noción de género que se transforma con fluidez mercurial. Lo que parece una historia de amor lésbica muta en «neo-noir» con ecos del primer cine de los Coen para mutar otra vez en viaje lisérgico para tranformarse finalmente en improbable «monster movie». Una tendencia que nació en los dominios del cine «exploitation» y que Rose Glass abraza sin tapujos.
Lou (Stewart) regenta un gimnasio en medio de Nuevo México, en 1989, y se enamora de Jackie (Katy O’Brian), culturista vagabunda que acaba de conseguir trabajo en un campo de tiro propiedad, cosas del azar, del padre de Lou (impagable Ed Harris), aficionado a los insectos y los negocios sucios. Huelga decir que las cosas se complican, con un cadáver tras otro acumulándose al fondo de un acantilado, pero Glass asume los improbables giros de la trama, completamente pasada de rosca, con la misma naturalidad con que abraza el deseo «queer» de sus heroínas. En ese sentido, Stewart se alegraba de protagonizar una película «queer» que no trate de ser ejemplarizante: «Creo que no podemos seguir haciendo eso de decirles a todos cómo sentirse y darnos palmaditas en la espalda y ganar puntos por brindar espacio a las voces marginadas. Esa época se acabó». «Love Lies Bleeding» es tan sexy, violenta y desprejuiciada que no necesita de coartadas políticas para defender su locura.
Eso sí, en el terreno de la relectura del cine de género, difícil encontrar a alguien que llegue tan lejos como Bruno Dumont en «L’Empire». Los que sigan de cerca su carrera pisarán terreno conocido, sobre todo si han visto «El pequeño Quinquin» y «Coincoin et les Z’inhumains», de las que recupera su particular mundo de Oz, la región de Nord-Pas-du-Calais francesa; la presencia de dos gendarmes peligrosamente parecidos a Mortadelo y Filemón; la participación de actores no profesionales que recitan sus absurdos diálogos con rigor bressoniano, y, «last but not least», la confrontación radical entre los códigos del cine de autor y la comedia estúpida. Si «Coincoin» ya era una bizarra adaptación de «La invasión de los ultracuerpos», la fascinante «L’Empire» se propone como una especie de secuela épica de aquella, en la que los humanos son meros depósitos accidentales para que dos razas alienígenas, los 0 y los 1, libren sus pequeñas guerras para lograr la conquista de la Tierra.
La fuerza y el encanto de la propuesta de Dumont no radica tanto en sembrar mensajes encriptados sobre una civilización que se encamina hacia el caos sino en desarticular continuamente nuestras expectativas simbólicas. A ratos podría parecer que es el filme de ciencia-ficción que el Pasolini de la «Trilogía de la vida» hubiera soñado en rodar, salpimentada con un humor grotesco y distanciador, pero luego también podría ser un «Independence Day» imaginado por Lewis Carroll (o por el David Lynch de la tercera temporada de «Twin Peaks»), con un Fabrice Luchini como reencarnación ridícula de la Reina de Corazones. Aquí están los 0 y los 1, el Bien y el Mal de la cultura digital, dispuestos a dejarse los bits en el fragor de una batalla épica cuyo propósito es, precisamente, demostrar que la única épica posible es la del vacío.
Épica también es «Sterben», en la que el alemán Mathias Glasner hace su libérrimo homenaje a «Fanny y Alexander», de Ingmar Bergman, radiografiando a una familia como un universo enfermo, hecho de odios y tensiones que estallan en un conglomerado de grandes momentos que funcionan de manera desigual. En tres horas caben una larga lista de disfuncionalidades –demencia senil, alcoholismo, suicidio, soledad, incapacidad para amar y ser amado– que se suceden unidos por un leitmotiv –el ensayo de una pieza musical que se titula como la película, «Muriendo»– que podría reivindicar el poder sanador del arte si no se tuviera la sensación de que, cuando llegan los créditos finales, ninguno de sus personajes ha curado sus heridas.
ÁFRICA, CONTRA EL EXPOLIO
En el año 2021, hasta veintiséis objetos del antiguo reino de Dahomey salen de París de regreso a su país de origen, ahora Benin. Es una cantidad irrisoria, teniendo en cuenta que, durante la época en que fue colonia francesa, salieron del territorio hasta 7.000 objetos. En la película «Dahomey», Mati Diop se pregunta, escuchando a los jóvenes universitarios de Benin y dando voz a esas piezas silenciadas por el expolio de la Historia, si es un motivo para celebrar o, por el contrario, su celebración le baila el agua a la política de lavado de imagen de Macron y subestima el capital cultural inmaterial de un país orgulloso de sus tradiciones ancestrales. El resultado de todo ello es un ejemplo modélico de cine postcolonial concebido para educar la mala conciencia del intelectual occidental.