Qué bello es morir (de amor)
Crítica de la película 'Nosferatu'
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He vuelto a ver antes de escribir esta crítica la «Nosferatu» original, aquella lasciva, tenebrosa, a veces casi obscena obra maestra que Murnau filmaba en 1922 y que tanto revuelo causaría, entre otros asuntos, porque fue censurada tras la acusación por plagio de la viuda del autor de «Drácula», Bram Stoker. Y, sin embargo, pronto se transformó en película de culto a pesar de ser una adaptación de aquella obra «no autorizada y no oficial», si bien en su estreno no tuvo mucho éxito por aquella polémica.
Y, únicamente transcurridos los primeros minutos de este notabilísimo, sombrío, macabro, poético tributo a la original, y como diría un gran amigo mío obsesiva y encantadoramente cinéfilo, ya te entran ganas de ponerte de rodillas hasta que termine. Ya que el arranque del filme realizado por Robert Eggers (autor, asimismo, de las excelentes e igualmente terroríficas «La bruja» y «El faro») no puede prometer, y cumplir, nada mejor: tras la cortina observamos la sombra del aún inmaterial vampiro mientras, esperándolo, una joven en trance ansía la visita, la mordida fatal, el amor más allá de la muerte y la sangre derramada.
Recordemos esta inmortal historia: Alemania, 1838, el joven, inocente y un tanto melifluo ayudante del anciano Hutter, luego convertido en irracional y caníbal «sirviente» del vampiro (hay una escena en la que nos recuerda a una suerte de «Hannibal Lecter» hambriento de su amo) tiene que marchar hasta Transilvania para cerrar la venta de un inmueble con un cliente, un conde anciano y enfermo que vive en un castillo de Los Cárpatos. Tras un complicado y siniestro viaje durante el que aterriza en un poblado gitano donde ya le previenen de los peligros que puede correr en manos del noble, el joven llega a la decrépita mansión donde descubre que su morador posee una voz cavernosa, que parece rugir cuando habla como uno de los muchos lobos que pueblan la zona y que posee un cuerpo enorme, lacerado, casi podrido, que difícilmente parece sostenerse en pie.
A la mañana siguiente Hutter descubre la marca de unos colmillos en el cuello y pronto comprenderá que el conde es en realidad la reencarnación del vampiro. Y, mientras, su novia, al cuidado de unos amigos de la pareja, parece poco a poco perder la razón, lo que para el médico significa que posee «una ardiente naturaleza». O, como antes se decía y hoy hasta casi anteayer, se trata de «una histérica». Solo una visita puede «sanarla», está poseída, está maldita. Y él llegará, ya está cerca, con la ciudad atestada de ratas provenientes de un barco maldito. Pero la víctima reacciona tras conocer de quién se trata en realidad el extranjero que dice amarla y, en un acto de sacrificio supremo, decide acabar con la bestia en una orgía de sexo extraño, de sangre y oscuridad. Esa eterna, infernal, horriblemente romántica oscuridad. Sin duda, una de las mejores películas del año, el sensual placer del estremecimiento y de una sed que nada apaga.