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Los presos de la “Modelo 77” se fugan en San Sebastián

Alberto Rodríguez (”La isla mínima”) inaugura el certamen con un potentísimo thriller carcelario encabezado por Miguel Herrán y Javier Gutiérrez con el que muestra un reverso incómodo de la Transición
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No es fácil abordar un drama carcelario sin entrar en moralinas estéticas sobre la culpabilidad o la función purgatoria de los barrotes porque la libertad es algo que siempre invita a la hondura conceptual y en último término filosófica, pero la desenvoltura con la que Alberto Rodríguez maneja los códigos del suspense para convertir la densidad en adrenalina hacen más que posible tamaña proeza y la última prueba de ello reside en una película como “Modelo 77″. El nuevo trabajo del director de “La isla mínima” inaugura el Festival de San Sebastián por todo lo alto con una potentísima cinta fuera de concurso que bucea en el reverso más incómodo del relato de la Transición. Vertebrada por la amistad entre dos presos (a quienes dan vida un deslumbrante Miguel Herrán en el papel de Manuel, un joven contable recién encarcelado que se resiste a cumplir una condena que considera injusta y un impecable Javier Gutiérrez, debilidad manifiesta de Rodríguez, en el personaje de Pino, veterano de prisión respetado por los reclusos) la historia rescata el triunfalismo parcial con el que se llevó a cabo un motín en la cárcel barcelonesa que da nombre al título a finales de los setenta y el consiguiente surgimiento de COPEL, la organización asamblearia creada por los propios presos para conseguir la amnistía.
El suceso, del que apenas se había relatado nada hasta ahora en términos oficiales, transcurre dentro de un contexto histórico conflictivo en donde el anuncio continuado de cambios democráticos tras la muerte de Franco -y esas proclamas aperturistas que García-Alix retrataba sin mesura con su cámara en los baños de los locales llenos de heroína o un alcalde como Tierno condensaba a través de su mitológico “el que no esté colocado, que se coloque y al loro”- se contradecían de forma manifiesta con la vigencia de leyes como la de Vagos y Maleantes (que en ese momento ya no estaba en activo pero había sido sustituida por otra de corte familiar sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social), y sobre todo, con el funcionamiento de las instituciones penitenciarias y los métodos execrables de represión y tortura que todavía seguían definiendo el trato a los reclusos. Sin sugerir de forma explícita los crímenes que han podido cometer todos los que allí se encuentran, el cineasta sevillano apela en esta ocasión a una “historia de personajes”, tal y como él mismo la define en entrevista con LA RAZÓN.
“La gente que en ese momento se encontraba en la cárcel, había sido condenada en una dictadura. Solamente eso, ya te hace ver que la mayoría de los motivos por los que estaban allí tendrían que haberse revisado. Me parecía interesante que supieras que habían cometido un delito pero que la sensación del espectador al terminar la película fuera la de que acaba de ver una película de seres humanos, no de estereotipos, no de gente que está en la cárcel por mala, sino de gente que está en la cárcel. Sin la valoración moral detrás”, afirma antes de continuar: “Si le preguntas a estos presos de los que hablamos si España ha hecho las paces con su memoria, probablemente te dirían que no. Su historia a mí me daba la sensación de que era como una página que se había caído de un libro de Historia, que no iba a figurar nunca dentro de él. De hecho, nuestra constancia, desde 2005 hasta aquí, por querer contar esta historia, era porque nos parecía necesario hacerlo, porque si no se iba a perder en el tiempo. No está mal revisitar ciertos capítulos oscuros de nuestra sociedad”.

La suciedad debajo del suelo

Esos episodios sombríos de los que habla el director, se han transformado con el paso del tiempo en habituales dentro de su argumentario cinematográfico como ocurría con “La isla mínima” o “Grupo 7″ porque “hay una tendencia a revisitar el género del thriller que curiosamente coincide con épocas de crisis. La sociedad mira lo más negro que tiene en las alcantarillas, la suciedad debajo del suelo, porque está buscando respuestas a preguntas que a veces, no le dieron ni siquiera la oportunidad de plantear”, asegura. Rodríguez además, lleva años trabajando al lado del guionista Rafael Cobo con una metodología muy precisa que roza en ocasiones lo archivístico.
“Cuando terminamos “7 Vírgenes” sobre el año 2005, recuerdo que Rafa empezó a hablarme de una fuga multitudinaria en la Barcelona del 78 que ya nos pareció atractiva entonces, así que no tardamos en ponernos a investigar. Cogimos los nombres de los 45 presos y empezamos a intentar contactar con alguno de ellos, también con los abogados, algunos funcionarios e incluso al padre Xirinacs (encarcelado dos veces por el franquismo e impulsor de la Asamblea de Cataluña), que se ponía en las puertas, y entonces descubrimos la existencia de COPEL, un sindicato de presos que se había formado dentro de la prisión”, subraya en última instancia sobre el nacimiento de una asociación que refleja con atino el poder de lo colectivo en la conquista de derechos, pero también la fragilidad de una iniciativa que muere tan pronto como aparece el individualismo y la fragmentación de intereses.
“Gran parte del proceso que asumimos actualmente para afrontar los problemas que está claro que van a venir tarde o temprano, tiene que ver con la necesidad imperiosa que tenemos de unirnos”, comenta cuando le preguntamos por la efectividad real de la cohesión social. “Tenemos la necesidad imperiosa de unirnos y en este sentido creo en la colectividad para afrontarlo. Desde el principio me interesaba también cómo dentro de una cárcel, que está hecha en realidad para alienar individuos y en un momento además en el que ellos tenían un miedo tremendo a las represalias de los propios funcionarios, fueron capaces de unirse y exigir, por encima incluso de sus propios cuerpos –el hecho de que se cortaran las venas o se comieran muelles es real y está documentado– buscando un bien común. Todo eso me parecía digno de elogio”.
Por su parte, Javier Gutiérrez, que reafirma la buena sintonía profesional con Alberto a pesar de no haber estado seguro al principio de que volviese a contar con él después de “La isla mínima” porque no es un director que suela repetir mucho con actores (bendita excepción en este caso), aparece casi irreconocible en la película con un aspecto totémico y esteta aderezado por una generosa barba setentera y unas características gafas de vinilo (”este es un dandy de esos”, dice su compañero de celda cuando le presenta a Manuel), define a Pino como un hombre “que tiene mucho de leyenda”. “No se sabe muy bien si ha matado a alguien, si es un atracador o si ha robado, pero tiene cierto estatus dentro del estamento carcelario. Vive encerrado con sus novelas de ciencia ficción y sus camisas, pero la llegada de Manuel con sus vientos nuevos de democracia le movilizan. Gracias a su intercambio con los otros, empieza a ser consciente de lo que significa en realidad la libertad”, indica.
El actor comparte también la necesidad mencionada anteriormente por el director de bucear en este tipo de historias antes de que el tiempo acabe por enterrarlas definitivamente. “Pienso que es clara la polarización que hay en España y que seguimos teniendo una reconciliación pendiente con nuestra memoria. Por desgracia esto es algo que sufrimos los que hacemos cine: cada vez que se hace una película que tiene que ver con nuestro pasado reciente como en el caso Alberto con “La isla mínima” o ya no te cuento, las que tienen que ver directamente con la Guerra Civil, se levantan muchas ampollas, de un lado y del otro. De una vez por todas deberíamos separar la política del cine o por lo menos no intentar intoxicar al espectador con esta guerra en la que todos acabamos de alguna forma perdiendo”, se despide generoso antes de volver a fugarse metafóricamente por los pasillos del Hotel Maria Cristina, siendo, esta vez sí, completamente libre.