«El Padrino» le hace una oferta que no podrá rechazar
Cincuenta años después de su estreno, la obra de Francis Ford Coppola regresa remasterizada a la gran pantalla
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Soñaba con ser como Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Éric Rohmer, pero el destino le reservaba el molesto de papel de convertirse en el director de «El Padrino». En ocasiones, la vida se muestra así de injusta. En 1970, Francis Ford Coppola había contraído más deudas que un buscador de oro en La Mancha. Como Dios perdona, pero los bancos, no, aceptó el desagradable proyecto de adaptar una novelucha de tres al cuarto de un tal Mario Puzo, un escritor que se puso a escribir después de que un par de grandullones le recordaran qué significa perder en el juego. El «best seller» rescató al novelista de sus apuros y estuvo tres años consecutivos rompiendo récords de ventas. Pero esto era un dato superfluo para un treinteañero que aspiraba a ser la nueva figura del cine de autor. Robert Evans, el productor de la Universal, todavía recordaba años después los esfuerzos ímprobos que tuvo que derrochar para que este chaval, con menos trabajo que un temporero en el Ártico, se comprometiera a dirigir la producción.
Al final lo hizo y durante una temporada se dedicó a buscar exteriores y comer en el domicilio familiar de un matado colega suyo, un tal Martin Scorsese. La intención oculta de Coppola era rodar una película rápida para continuar con su pretensión de erigirse en un Fellini americano, pero, como siempre sucedió en todos sus proyectos, el asunto se embrolló y se torció desde el inicio. El filme arrastró innumerables problemas. La Asociación de la Amistad italoamericana, una organización que, como resulta fácil deducir, no se dedicaba a la caridad, protestó por el argumento de la cinta. Estaba dirigida por un tal Joe Colombo (de su nombre se infiere todo) y la consecuencia fue clara: es la única película de gánsteres donde jamás se pronuncia la palabra «mafia». Ahí no acabaron los percances. Al Pacino se torció el tobillo durante la primera semana del rodaje y a los jefes del estudio no les sentó bien que, para encarnar el papel de Vito Corleone, un capo con ciertos resabios de Sócrates, se contratara a Marlon Brando, un fulano que había extendido la gonorrea por medio Tahití.
El rodaje acumulaba más retrasos que la Junta directiva de un partido político, Coppola no cesaba de reescribir el guion (lo que indujo a algunos a creer que había enloquecido) y la luz del filme no se percibió como una genialidad. «¿Qué hay en la pantalla? ¿O es que no me he quitado las gafas de sol?», comento Evans en la primera proyección. La realidad es que el enfrentamiento entre Gordon Willis, el director de fotografía, y el realizador frisó lo homérico. En una de sus épicas discusiones, Coppola se encerró en su despacho. Dio tal portazo que en el set pensaron que se había pegado un tiro. El enigma real es cómo este caos devino en una de las mejores películas de la historia. Nadie lo ha esclarecido. Ahora, cincuenta años después de su estreno, regresa remasterizada a la gran pantalla. Una buena ocasión para que muchos busquen esa respuesta. En cuanto a la pregunta de qué hizo Coppola tras el éxito, se olvidó de emular Godard y se compró un coche, uno de los más caros del mercado. Hasta los genios son humanos...