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Vladimir Putin en el infierno de Dresde

Chantajeaba a empresarios con grabaciones sexuales para pasar información al Este
La Razón

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Las guerras las ganan siempre los «buenos» y las pierden los «malos». La propaganda es un instrumento implacable y manipulador de la Historia. Sin ir más lejos, las atrocidades cometidas por los rusos y sus aliados en la Segunda Guerra Mundial, en especial durante los últimos seis meses, pasan así hoy inadvertidas incluso a propósito. Cuando Vladímir Putin llegó a Dresde en agosto de 1985 para ocupar su primer destino internacional como agente del KGB, nadie recordaba ya el terrible bombardeo británico que asoló a la ciudad alemana la noche del 13 al 14 de febrero de 1945.
Cuarenta años después de aquella tremenda escabechina, durante la cual los pesados bombarderos procedentes de Holanda arrojaron durante su primera incursión, en apenas treinta y cinco minutos, tres mil artefactos explosivos y unos cuatrocientos mil incendiarios sobre la ciudad completamente desprevenida, Putin empezó a ser conocido como el Pequeño Volodia, diminutivo en ruso de Vladímir. El curioso apodo obedecía a que ya había otros dos Vladímir en la mansión de la calle Angelika donde estaba la sede del KGB, a quienes apodaban Volodia Grande y Volodia bigotudo, respectivamente.
La fecha: 1985
Cuando Putin llegó a Dresde para ocupar su primer destino internacional como agente del KGB, nadie recordaba el bombardeo británico que asoló la ciudad
Lugar: Dresde
El KGB reclutaba a agentes en empresas como Siemens, Bayer o Thyssen, y Putin enroló a científicos para pasar de modo ilegal tecnología occidental.
La anécdota
Putin seguía profesando admiración a la Cheka, la institución que tantos crímenes había cometido desde su creación y en particular a su fundador, el sanguinario
En la misma ciudad donde ahora residía Putin, a los muertos que yacían años atrás achicharrados en las calles tras los bombardeos no se les enterraba, sino que con lanzallamas se les terminaba de incinerar. En los lagos de los parques flotaban por todas partes ahogados que en su desesperación se habían arrojado al agua con los trajes incendiados. Sobre las praderas del Elba se acumulaban los cuerpos acribillados por las ametralladoras en los vuelos rasantes. En la ciudad, los cadáveres estaban desnudos y descalzos por la tormenta de fuego.
Con excavadoras se abrieron fosas colectivas en el cementerio civil, en las que metieron a dieciocho mil muertos; otros seis mil cadáveres de niños se quemaron en una pira en la parte interior de la ciudad. Hasta abril se enterró a casi treinta mil personas, pero muchas más se ocultaban todavía bajo los escombros.
En Dresde también, el Pequeño Volodia entabló años después contacto con el Ministerio para la Seguridad del Estado, la temida Stasi, que mantenía una red de noventa mil funcionarios y al menos ciento setenta mil agentes informantes camuflados en un país de diecisiete millones de habitantes. Los oficiales de la Stasi recibían el tratamiento de «amigos» por parte de sus homólogos soviéticos, y viceversa.
Un Estado dentro del Estado
Cuando ingresó en el KGB, Putin reparó en que era más que una agencia de seguridad: un Estado dentro del Estado, siempre en busca de enemigos internos o externos a los que aniquilar. Yuri Andrópov era su director desde 1967 y lo sería hasta 1982, cuando se convirtió en el líder de la URSS. En el verano de 1976, Putin salió de la academia del KGB como teniente primero, destinado al departamento de contrainteligencia en Leningrado donde reclutó y controló a empresarios, periodistas y atletas que habían viajado a otros países o que se habían reunido con visitantes extranjeros. Tras seis meses en contrainteligencia, se le destinó al Primer Directorio Principal del KGB, responsable de operaciones de inteligencia más allá de las fronteras de la URSS, la rama de élite de la policía secreta. En 1979 se le nombró capitán y fue a la Escuela Superior del KGB en Moscú.
La OTAN, el gran enemigo
El jefe de la Stasi en Dresde era Horst Böhm, pero Putin mantuvo una relación más estrecha con el coronel Lazar Matvéiev, jefe de la estación del KGB. Cuando Putin ascendió a teniente coronel en 1987, se convirtió en uno de los asistentes de Matvéiev. Aquel mismo año, el jefe de la Stasi en Alemania Oriental, Erich Mielke, condecoró a Putin con una medalla de oro en el septuagésimo aniversario de la Revolución rusa. El KGB reclutaba a agentes en empresas como Siemens, Bayer o Thyssen. Putin se dedicó a enrolar a científicos y empresarios que pudieran ayudarle a pasar de modo ilegal tecnología occidental al bloque oriental. A los empresarios se los atraía previamente con prostitutas, se los grababa luego en sus dormitorios y finalmente se los chantajeaba para que trabajasen para el Este. Una de las principales tareas de Putin era recabar información de la OTAN, considerado ya entonces el principal contrincante de la Unión Soviética.
Los líderes de Alemania Oriental se volvieron críticos feroces de la perestroika y la glásnost de Gorbachov. En el bloque del Este crecía, entre tanto, un clima de protesta ante la miseria y la escasez de la economía planificada. Para no arriesgarse a una potencial insurrección y denuncia de los agentes del opresor soviético, Putin y sus camaradas del KGB y de la Stasi comenzaron a quemar sus archivos antes de que el Pequeño Volodia regresase a la URSS, como luego reconocería él mismo: «Lo destruimos todo: todos los mensajes, nuestras listas de contactos y nuestras redes de agentes –dijo Putin. Quemamos tantas cosas que reventó la caldera. Lo más valiosos se envió a Moscú».
Aunque «todo», como afirmaba Putin, no se destruyó. Se conservan todavía hoy fragmentos en los archivos recuperados de la Stasi sobre las actividades de Putin en Dresde. Y entre ellas, figura el dibujo con la planificación de mesas para una cena conmemorativa del 71º aniversario de la Cheka. Señal inequívoca de que el Pequeño Volodia seguía profesando admiración a la institución que tantos crímenes había cometido desde su creación y en particular a su fundador, Féliks Dzerynski.