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El envenenador de Stalin

Yagoda pasó sus días con la oscura tarea de preparar píldoras y pesando y combinando líquidos
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La Razón

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Yagoda era judío. Había nacido en el seno de una familia polaca y pobre, y sus estudios de Farmacia, que a duras penas logró completar por su débil voluntad, le procuraron un puesto de ayudante en su pueblo natal de Nizhny Novgorod, de donde también era natural el novelista Maxim Gorki, que llegaría a ser con Stalin el hombre más famoso de Rusia. Gorki también fue un joven muerto de hambre. Enfundado en un espeso suéter gris, tosía con insistencia, tratando de sobreponerse a la tuberculosis que padecía desde hacía años. Alto y huesudo, de hombros anchos y pecho ahuecado, su cuerpo anémico se encorvaba ligeramente al andar. Tenía el rostro afilado, con unos pómulos salientes y una nariz ancha y puntiaguda, sobre un corto bigote que parecía un cepillo de uñas. Sus ojos eran grandes y grises, enmarcados por unas espesas cejas que acostumbraban a fruncirse. Su paisano Yagoda pasó los días preparando píldoras, pesando y combinando líquidos. Tarea oscura que solo interrumpía para asistir a reuniones en un pequeño centro marxista dirigido por quien habría de ser una figura importante del comunismo ruso: Mijail Sverdlov.
Como el astrólogo y alquimista Eliseo Bomelius, originario de Westfalia y director de los lúgubres laboratorios de la antigua policía Oprichnina, que terminó sus días quemado vivo en la Plaza Roja, Yagoda se convertiría en el envenenador oficial de Stalin. Su trato con Sverdlov decidió en gran parte su porvenir. Con el triunfo de la revolución bolchevique, su mentor le presentó al jefe de la Cheka, Feliks Dzerzhinsky, que le colocó primero de secretario y luego como jefe de la Oficina Especial de la Cheka, al cuidado del oro obtenido en las numerosas requisas, así como de los coches celulares («los cuervos») en los que hacían su último viaje los desdichados que iban a morir.
En 1934, Yagoda ya era Comisario del Pueblo de Asuntos Interiores y controlaba la Policía secreta soviética. Bajito y casi calvo, vestía siempre de riguroso uniforme y parecía un hurón con su hitleriano bigote. Le encantaban los vinos franceses y la pornografía alemana. Como aficionado a la jardinería, se jactaba de los cientos de rosas y orquídeas que florecían en su enorme dacha.
En su amplio despacho lujosamente amueblado y repleto de teléfonos, recibía múltiples confidencias provenientes de la URSS y del resto del mundo. A veces, disfrutaba con los interrogatorios, sobre todo cuando el detenido era alguien importante. Un día supo que Alexis Connor, miembro del Comité Central del Partido y vicecomisario de Agricultura, era en realidad el agente secreto de una potencia extranjera. «¿Qué haces ahora, Connor?», le telefoneó. «Voy a comer», repuso él. «Ven un momento. Tengo que hablar contigo», insistió Yagoda. Connor entró en el despacho de Yagoda. Una hora después, su auto seguía aguardándole a la puerta. Un chekista preguntó al chófer: «¿A quién esperas?». «Al camarada Connor», respondió éste. «Puedes irte. El camarada Connor no saldrá más».

170.000 prisioneros

Yagoda era un «constructor genial», de quien Stalin podía sentirse orgulloso. A su «generosidad» se debía que 170.000 prisioneros de campos de concentración hubiesen levantado, a costa de las vidas de 25.000 de ellos, el primer canal de doscientos veinte metros de longitud que unía al mar Báltico con el Océano Glacial. Esta formidable vía de comunicación marítima, con diecinueve esclusas, quince presas, doce pantanos y cuarenta diques, veinticinco millas de las cuales tuvieron que ser cortadas sobre roca viva, no mereció el menor reconocimiento al indescriptible esfuerzo de aquellos infelices que yacían enterrados en las orillas del canal. No, la recompensa fue para Yagoda, a quien Stalin condecoró con la Orden de Lenin el mismo día de la inauguración, en julio de 1933. Bautizaron al canal con el nombre abreviado en ruso de Belomor, que acabó convirtiéndose también en una popular marca de cigarrillos que Stalin fumaba con gran placer cuando no tenía a mano su favorita, Herzogovina Flor.
El 20 de agosto de 1936, 16 acusados comparecieron ante el Tribunal Supremo de la URSS, en el edificio del antiguo Club de la Nobleza de Moscú que albergaba el viejo salón de baile de las Columnas donde se celebraban los simulacros de juicio. Por todas partes se apreciaban los vestigios de un pasado de esplendor. Escaleras de mármol, paredes cubiertas con enormes espejos, candelabros venecianos, imponentes columnatas... La nobleza moscovita vivió allí con mucho más lujo y elegancia que toda la aristocracia de la Corte de San Petersburgo. Poco después, Yagoda celebró con Stalin la trágica muerte de todos aquellos infelices.

El secreto de la «Cámara verde»

Stalin disfrutaba de lo lindo mientras todas sus víctimas temblaban de miedo. Su despacho estaba siempre conectado mediante un micrófono con la sala donde los policías interrogaban a los detenidos. El invisible Stalin, mordisqueando su pipa, escuchaba ávidamente el diálogo que él mismo había bosquejado. El procedimiento de las escuchas no era nuevo. Ya en 1922 se había instalado en el Kremlin una centralita automática para uso de quinientos dirigentes del régimen. En la primitiva central, Lenin tenía el número 001 para su despacho, y el 002 para su apartamento, mientras que a Stalin se le adjudicaron el 034 y el 122, respectivamente. El secreto de la «cámara verde», como se conocía al despacho de Stalin por estar pintado de ese color, sería revelado por el chismoso secretario Gricha Kanner a finales de 1925, tras la muerte de Frunze en la policlínica del Kremlin. La auténtica cámara de los horrores.