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Cuando los Condes de Barcelona cenaban con Gary Cooper y Clark Gable

Viajaron a California y se codearon con las grandes musas y los galanes de Hollywood, a los que frecuentaron en largas veladas
larazonLa Razón

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Dinero, desde luego, no le faltó al exiliado rey Alfonso XIII ni a su familia desde abril de 1931 hasta su misma muerte, acaecida en Roma en febrero de 1941. Por eso, además de sus sonadas juergas nocturnas en Cannes y en la Riviera francesa con el director y productor de cine estadounidense Douglas Fairbanks, el destronado Alfonso XIII se paseaba a tutiplén por Roma, Suiza, París o Austria. Cazaba en los mejores cotos europeos, como el de Piedita Iturbe, princesa de Hohenloe, en el castillo de Rhoterhau, en Checoslovaquia; y jugaba a lo grande en el casino de Deauville, acercándose también al exclusivo Embassy Club de Londres, donde tenía reservada nada menos que la misma mesa que el príncipe de Gales. Tampoco se privaba el monarca «desenmascarado», como le calificó el escritor republicano Vicente Blasco Ibáñez, tal y como correspondía a las grandes fortunas de la época, de costosos y largos viajes alrededor del mundo, como el que le llevó a visitar Tierra Santa, a estar dos veces consecutivas en Egipto, alojándose en el paradisíaco hotel Semíramis, y a recorrer el continente africano. Además de sus elevados gastos superfluos desde que abandonó España hasta su muerte, su fortuna se resintió por los fuertes desembolsos que debió efectuar para mantener a su familia, primero en París y luego en Roma y Suiza. Sólo las bodas de sus tres hijos –Beatriz, Jaime y Juan-, celebradas el mismo año, supusieron un serio quebranto para sus finanzas.

La vuelta al mundo

El enlace de su heredero Juan representó también un incalculable dispendio, empezando por el banquete para cuatrocientos invitados o el carísimo vestido de satén blanco de Worth de la novia, rielado de plata. Pero sin duda, el remate fue la increíble luna de miel que llevó a los recién casados desde Frascati, un pequeño pueblo italiano célebre por sus vinos y por ser el lugar donde florecieron numerosos romances, hasta Honolulu, pasando por Yokohama, Kobe, Kyoto, China, Siam, Ceilán, Egipto, Marsella, Cannes, París, Londres y Estados Unidos. Ya lo comentó la propia doña María, esposa de don Juan: «Dimos la vuelta al mundo, ya que Alfonso XIII nos dijo que convenía hacer ese viaje aprovechando el de novios, porque en la vida nunca se sabe lo que puede pasar luego».
Una vuelta al mundo que se prolongó durante más de seis meses no podía hacerse sin dinero, sin mucho dinero. Y Alfonso XIII, por supuesto, lo tenía. Resulta evidente que la contribución de Franco (300 pesetas de la época) y las de un grupo de monárquicos no bastaron para financiar aquel lujoso periplo que condujo a los condes de Barcelona hasta California, donde cenaron en casa de Mirna Loy en compañía de Gary Cooper, Laurence Olivier, Claudette Colbert y Clark Gable. Los galanes y las musas más sonadas del Hollywood de la época. En Toronto, Canadá, doña María fue víctima de un robo y ya nunca más volvió a ver su pulsera de brillantes y rubíes que le había regalado su tío justo antes de casarse, ni sus broches en forma de tréboles de cuatro hojas de brillantes, ni tampoco varios collares de perlas… Pero meses después, tras desembarcar en Marsella y dirigirse a París en el lujoso tren Côte d’Azur, don Juan tuvo el hermoso gesto de regalarle a su esposa copias de todas sus joyas sustraídas, realizadas nada menos que en Cartier. Días después, a su regreso de París, el matrimonio se alojó con Alfonso XIII en el carísimo hotel Claridge de Londres y almorzó en su no menos prohibitivo restaurante Quaglino’s. Don Jaime de Borbón tampoco se privó de una inolvidable luna de miel con su esposa Emanuela de Dampierre, con la que embarcó en un crucero que condujo a la pareja desde Italia hasta El Cairo, pasando por Tierra Santa, Estambul, Atenas, Chipre y Brindisi. Alfonso XIII debió soportar así elevadísimos gastos durante su exilio, pero de ahí a decir que murió pobre, como sostienen aún algunos autores, media un abismo.
En julio de 1936, cuando estalló la Guerra Civil española y nació la infanta Pilar, los condes de Barcelona se instalaron en Cannes, en la Villa Saint Blaise, situada junto a la Villa Saint Jean, donde vino al mundo la madre de doña María. Allí, don Juan se entregaba a sus grandes aficiones: navegaba en yates de vela, jugaba al bridge y al golf, acudía a cenas de gala en los mejores restaurantes acompañado de su esposa… El ritmo y costumbres típicos de una familia que no pasaba precisamente calamidades.

Reina de la Costa Azul

Victoria Eugenia de Battenberg residió entonces en Cap Martin Roquebrune, la casa del conde de Mora, padre de Marisol de Baviera, en la frontera entre Mónaco y Menton. Una vida regalada, rodeada de damas de corte y de numeroso servicio, y hasta de un cocinero francés que elaboraba deliciosos manjares para la reina y sus múltiples invitados. En la Costa Azul, Victoria Eugenia rememoraba los buenos tiempos pasados en Villa Cyrnos, el vecino palacio de la emperatriz Eugenia.
Entre tanto, Alfonso XIII vivía plácidamente en la monumental Roma, donde disfrutaba de excelentes relaciones con el régimen de Benito Mussolini, ante quien llegó a intermediar con éxito para que enviase aviones a la España de Franco. En septiembre de 1936, don Juan se estableció con su familia en Milán, en la Villa Mombelo, propiedad del marqués de Castel-Rodrigo. Un espléndido palacio con cerca de doscientas estancias a orillas del lago Como.