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Claire Denis, un triángulo que arde

Juliette Binoche y Vincent Lindon protagonizan su nueva película, a competición en el Festival de Berlín
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La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Cuando el crítico Kent Jones hablaba de que, en el cine de Claire Denis, hay momentos que son «como bengalas en el cielo nocturno», se olvidaba de decirnos que sus películas también cuentan qué ocurre cuando acercamos demasiado nuestros dedos a esa bengala. Como muchos de los títulos de su filmografía, «Both Sides of the Blade», que ayer concursaba en la Berlinale, es la manifestación de ese ardor repentino, una brasa que hipnotiza y nos duele casi a la vez. Denis no explica nada nuevo –un triángulo amoroso con Juliette Binoche como vértice femenino, y Vincent Lindon y Gregoire Colin como los hombres que orbitan a su alrededor–, pero lo explica a su manera: elusiva, a dentelladas, como si nos fuera la vida en ello.
Hay algo reconfortante en ver un filme de Claire Denis en esta época pandémica, después de haber sido condenados, decía la directora en rueda de Prensa, a vivir y crear en soledad. «Es una película sobre la intimidad», afirma. «La distancia no es buena para compartir esa intimidad con los personajes. No pretendía juzgarlos, pero no podía separarme de ellos». Agradecemos, claro, la cercanía de los cuerpos con la cámara. Sara (Binoche) y Jean (Lindon) se aman, hasta que François (Colin), el mejor amigo de él y antiguo amante de ella, vuelve a irrumpir en su vida. Siguen amándose, pero lo que Vincent Lindon denomina «la dictadura de la piel» se impone en su vida. «Yo no lo llamaría un deterioro de su relación, es una transformación que todo amor puede sufrir. El amor es una aventura en movimiento, no algo estable», declara Denis.

Centro de gravedad

Así las cosas, el amor se estanca, aparecen los celos y las dudas, pero, finalmente, casi a su pesar, el cuerpo se entrega. El primer encuentro entre Sara y François es bellísimo: les oyes respirar, casi puedes oler cómo se tocan. A ese cine sensitivo, tan propio de Denis, le corresponden también vacíos, elipsis abruptas que tensionan el relato hasta hacernos dudar de su temporalidad, porque a la promesa de fidelidad y a la traición les separa un simple corte de montaje. «No es un proceso psicológico, es visceral, imprevisible, saca el animal que llevas dentro», confiesa Binoche. La separación es, por tanto, esa bengala que quema pero que los personajes no pueden dejar de sostener, y las escenas de pelea, reconciliación y vuelta a pelear están construidas de la misma manera, repitiéndose como un bucle que perderá su centro de gravedad sin avisar. Por desgracia, Denis saca al relato de su confinamiento amoros una subtrama que introduce el debate social sobre la identidad racial y la xenofobia de un modo un tanto torpe. Quentin Dupieux solo comparte con Denis su amor por lo irracional, pero sus apuestas, que siempre sacan adelante con ingenio las premisas más imposibles (un neumático asesino, una mosca gigante como mascota, una chaqueta de piel de ante demiúrgica), son tan afines a la política de un cine «low fi» como lo es «Both Side of the Blades».
«Increíble pero cierto», que se presentó en la sección Berlinale Special, cuenta la historia de un matrimonio que compra una casa muy singular: si bajas por un túnel que hay en el sótano, apareces en el piso superior doce horas antes y tres días más joven. Puede parecer una idea robada de Charlie Kaufman, pero esta peculiar máquina del tiempo solo conduce a una crisis de pareja que entiende la vida de manera opuesta. La película podría interpretarse como una metáfora del modo en que la pandemia ha cambiado nuestra concepción de la existencia, unos intentando recuperar el tiempo que hemos perdido, otros conformándonos con el que nos queda. Pero a Dupieux, que adereza el relato con excéntricas derivas de una sana grosería –ahí aparecen, por ejemplo, las desventuras de un machito con un implante de pene electrónico–, no le interesan, por fortuna, las declaraciones de principios. Desaliñada y descarada, «Increíble pero cierto» prefiere conducir esa premisa hacia el terreno impredecible de la tragedia surrealista, hasta el punto de que, en tu tercer acto, elimina diálogos para optar por un brillante montaje musical, y concluye con un explícito homenaje a Luis Buñuel, el verdadero maestro que agita este cóctel bizarro.

Un cantante melódico en el vertedero

Afirma Ulrich Seidl que “Rimini” es una película sobre la búsqueda de la felicidad y la necesidad de dejar atrás el pasado. No se dejen engañar, porque seguimos en el planeta Seidl, tan afín a la literatura de su compatriota, el austríaco Thomas Bernhard, como a la electricidad estática del teatro de la crueldad. Cierto que la trama de “Rimini” invita a pensar que Seidl se habrá ablandado un poco, con ese cantante melódico en horas muy bajas (extraordinario Michael Thomas) que, mientras se gana la vida entre turistas alemanes y austríacos en temporada baja y ofrece sus servicios como gigoló a maduras decadentes, recibe la visita de su hija, que le reclama toda la pasta que le debe tras años de abandono. Richie Bravo, que así se llama el tipo, es alcohólico, racista y patético, pero da la impresión de que Seidl le tiene una cierta simpatía, así como a su padre, simpatizante nazi encerrado en un geriátrico.
La ambigüedad moral e ideológica del cineasta austríaco se impone a una deriva melodramática que, en un giro previsible pero algo forzado, devuelve a la película a su lugar simbólico, que es el de una ciudad turística italiana que parece un tanatorio de Albania donde los xenófobos serán castigados con su peor pesadilla. A “Rimini”, eso sí, le sobran unas cuantas canciones desoladas. Veremos cómo combina con “Sparta”, la segunda parte de un díptico que Seidl está montando, y está protagonizada por el hermano de Richie Bravo. Será, seguro, más interesante que la convencional, trillada “Rabiye Kurnaz vs. George Bush”, en la que Andreas Dresen se mete en el jardín de Guantánamo a partir del caso real de Murat Kurnaz, alemán de ascendencia turca que fue detenido, torturado y finalmente liberado después de pasar cinco años en la prisión de alta seguridad cubana.