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A la hoguera con Shakespeare (¿el antisemita?)

Un centro educativo de Manhattan cancela una función escolar de «El mercader de Venecia» por considerar que su contenido, protagonizado por un judío, atenta contra el orgullo de esta comunidad
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La Razón

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Creíamos tener, en Occidente, conquistada y prácticamente garantizada la libertad desde hace muchísimo tiempo; pero las cosas siguen siendo más frágiles de lo que pensamos, y uno nunca sabe qué puede deparar la evolución, o involución, de las sociedades. Es tan extraordinaria esa libertad que a ella sola se debe que la estupidez hoy pueda campar a sus anchas. Son cara y cruz de una misma moneda: para respetar y entender en puridad al prójimo, debemos concederle un espacio junto al nuestro en el entramado social que compartimos, aun a riesgo de que ese prójimo sea tan necio que se empeñe en destruir, precisamente, el entramado.
Es la gran virtud, y el gran peligro, de la verdadera democracia. Porque somos tolerantes –algunos-, no podemos sino ser meros y apenados testigos de la intolerancia moralizadora que tratan otros de imponer. La deriva de ciertos grupos de poder hacia la ultracorrección política no puede traer consigo otra cosa que no sea la censura y la persecución de lo que a ella se pueda escapar.
Por eso tantos y tantos regímenes en el curso de la historia han devenido, a partir de unos valores compartidos en principio por los ciudadanos, en rígidos totalitarismos que excluyen esos mismos valores en que se habían fundado. En realidad, es una carrera por el control: controlar el pensamiento del individuo para controlar su conducta. Y, claro, ¿qué es lo que puede atentar más eficazmente contra ese control del pensamiento?... Pues el arte. El gran arte, mejor dicho; aquel que nos coloca frente al mundo y frente a nosotros mismos para mostrarnos todo aquello que no habíamos advertido; aquel, en definitiva, que nos obliga a cuestionar nuestras propias convicciones.
Por eso tales grupos se empeñan continuamente en laminar ese arte, so pretexto de que los creadores no atienden a la moral que ellos imponen. Son creadores que sugieren, quizá, otras miradas; que tratan de mostrar la complejidad de las cosas, su ambigüedad cuando la hay. Y eso, claro, resulta peligroso. Peligrosa consideraron no hace mucho en la plataforma HBO Lo que el viento se llevó al entender que era una película racista, y por eso
decidieron retirarla de su catálogo. Peligrosa era, a los ojos del equipo directivo de una escuela de Seattle, la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz, una obra que precisamente habla de la manipulación de las masas, pero que, para los responsables pedagógicos de aquel colegio, los cuales optaron por retirarla del currículo y desaconsejar su lectura, era “insensible” con la cultura nativa americana. Peligrosa resulta también, en la Universidad de Northampton, la novela 1984 de George Orwell, tildada de ofensiva y dañina. Otro libro, por cierto, que también advertía sobre los mecanismos del poder para perseguir el pensamiento libre. Peligrosas empiezan a ser –ojo, porque esto es ya casi demencial– algunas películas de Disney; ¡y son peligrosas dentro de la propia factoría!, que se ha planteado retirar algunos de sus títulos de su plataforma de exhibición y que, finalmente, ha optado por añadir a ellos ciertos mensajes o advertencias sobre, por ejemplo, su “contenido racista”.
El delirio sigue en aumento y la lista de creadores no gratos para la gente biempensante empieza a ser interminable. Si en ella se podían leer ya los nombres de Charlotte Brontë, Charles Dickens o Jane Eyre –escritores sospechosos en algunas universidades británicas de ser “perturbadores” para sus alumnos–, era de esperar que más tarde o más temprano apareciese alguna lumbrera en cualquier rincón de Occidente decidida a condenar al autor más universal de la historia: William Shakespeare.
Pues bien, ya ha ocurrido, y ha sido en una escuela de secundaria de Manhattan. La representación teatral de El mercader de Venecia que preparaban durante el curso los alumnos de séptimo grado ha sido cancelada después de que algunos padres así se lo exigieran al centro, por considerar que el contenido de la obra es antisemita. Ahí queda eso.
De poco sirve recordar que todos los grandes textos son hijos también de un tiempo y una cultura determinados, y que hay que acercarse a ellos con perspectiva histórica y pensamiento crítico. Desde luego, reducir a “antisemita” esta conocida historia repleta de aristas, con incontables virtudes teatrales y literarias, sobre la amistad, el rencor, el amor, la envidia, la venganza y el sentido de la justicia es no entender nada de nada.
Estas son las palabras que Shakespeare, con extraordinaria e inimitable belleza, puso en boca de Shylock, el personaje judío de la obra, cuando este exige en un juicio que Antonio cumpla el contrato que firmó y le pague su deuda: “Él me ha deshonrado, me ha impedido ganar medio millón; se ha reído de mis pérdidas y burlado de mis ganancias; ha afrentado a mi nación, dificultado mis negocios, desalentado a mis amigos, azuzado a mis enemigos. Y ¿por qué razón? Porque soy judío. Un judío ¿no tiene ojos, no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se alimenta de lo mismo? ¿No lo hieren las mismas armas? ¿Acaso no sufre de iguales males? ¿No se cura con idénticos medios? ¿No tiene calor y frío en verano e invierno como los cristianos? Si nos pinchan ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas ¿no reímos? Si nos envenenan ¿no morimos? Y si nos ofenden ¿no nos vengaremos? Si en todo somos semejantes, también lo seremos en esto. Si un judío ofende a un cristiano ¿qué es lo que hará éste? ¡Vengarse! Si un cristiano ofende a un judío, ¿qué es lo que debería hacer siguiendo el ejemplo cristiano? La venganza, esa villanía que me enseñaron, yo la voy a ejecutar, y malo sería que no supere al instructor”.
Pero, ¡por Dios!, ¿se puede escribir, ¡en el siglo XVI!, un monólogo más hondo, más hermoso, más auténtico, más provisto de razonamiento lógico y más a propósito, precisamente, de la tolerancia y el respeto? Definitivamente, estamos perdiendo el norte.
En los círculos teatrales, la noticia ha dejado tan estupefactos a muchos creadores como a quien escribe estas líneas. Para el director escénico Eduardo Vasco, gran conocedor del teatro clásico y máximo responsable de la Compañía Nacional durante siete años, “estos movimientos buenistas están encabezados siempre por la gente más reaccionaria y más ignorante que ha existido”. “Leer a los clásicos sin perspectiva, y ofenderse por cosas que han contribuido a que lleguemos donde estamos, habiendo alcanzado unos derechos que jamás soñó nadie, es de idiotas –añade–. Lo que van a propiciar es que el teatro se acabe, la literatura se acabe y la creación, en suma, se acabe. Lo único que les interesa es un mundo normalizado según sus parámetros. Intentar convencer a la gente de que obras como El mercader de Venecia dañan a la humanidad, cuando son precisamente obras que han hecho progresar a esa humanidad, es la cosa más reaccionaria que puede existir”. Vasco, que montó El mercader de Venecia en 2015 con su compañía Noviembre Teatro, y que ahora tiene en la cartelera madrileña Peribáñez y el comendador de Ocaña, advierte de que “no estamos muy lejos de aquellas imposiciones que todos tenemos en la memoria”.
Algo parecido opina Álvaro Tato, responsable de la dramaturgia de algunos exitosos montajes de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Para el autor, que ha firmado junto con Helena Pimenta la versión de la obra de Shakespeare Noche de Reyes, que se acaba de estrenar en Madrid, “este tipo de censuras son un pésimo síntoma de lo peor de nuestros tiempos, lo cual no significa que estos sean los peores tiempos posibles; es un síntoma de la debilidad mental que estamos padeciendo por el pensamiento único; una debilidad mental que impide entender la ironía, el lenguaje desplazado; y que impide entender que un lenguaje en un contexto social puede ser ofensivo, pero en un contexto artístico es expresivo. Ver a Shylock como un a un simple judío y a Shakespeare como un antisemita es no saber leer. Shakespeare admite y asume la humanidad en su conjunto, con sus partes buenas y malas, sus claroscuros; por eso es tan grande”. “No obstante –añade–, pienso que no hay que adoptar una posición demasiado apocalíptica. Creo que son hechos afortunadamente aislados, de una corriente intelectual, la biempensante, que es verdad, eso sí, que cada vez se está extendiendo más en la sociedad y, por desgracia, también en la juventud. Pero creo que de momento son solo nubes en el horizonte”.
Vasco, por su parte, lo tiene claro: “Hay determinados poderes que viven muy cómodos controlando los discursos; vamos a terminar no pudiendo hablar de nada, lo cual es trágico para cualquier arte y es trágico también para el pensamiento”. Una afirmación que ya debió de rondar por la cabeza de Shakespeare hace más de cuatro siglos, cuando hizo decir a Hamlet aquello de “Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito”. Incluso ante la opresión más tirana, el Bardo ya supo ver que hay una parcela irreductible de libertad: la del pensamiento y la imaginación individuales. Así son los clásicos; por eso no conviene dejar de leerlos y verlos representados.