Todd Haynes, cuando Nueva York era una fiesta
El cineasta presenta en Cannes una cinta con la que ha encontrado la oportunidad de reinventar sus formas
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La dedicatoria a Jonas Mekas de «The Velvet Underground», presentada fuera de concurso, podría ser extensible a Andy Warhol. En un género excesivamente dependiente de los testimonios y la narrativa del auge y caída, Todd Haynes ha encontrado la oportunidad de reinventar sus formas, en un estilo que se alía con el deconstructivismo de «I’m Not There» sin dejar de ser didáctico. A Haynes le interesan los miembros de la Velvet como síntoma de una sensibilidad cultural –el «underground» neoyorquino de los sesenta y setenta; el bullicio creativo de la Factory– que traduce en un trabajo estético de una exhaustividad y una inteligencia notables, utilizando la pantalla partida que tan buen juego le dio a Warhol en «Chelsea Girls». La imagen dialéctica que se produce primero, con el magnético «screen test» de Lou Reed y la grabación de su voz derramándose por el plano, es la del fantasma que invoca un momento fundamental de la historia norteamericana: la vanguardia musical, la liberación homosexual y toxicómana y la celebración de una metrópolis que sigue siendo una isla en Estados Unidos (los comentarios despectivos al californiano movimiento «hippie» son memorables) son solo algunos de los temas que desarrolla este documental realizado por un adicto a los estudios culturales.
Si Haynes aplaude, fascinado, un periodo de la Historia de su país, Nadav Lapid sigue empeñado en morder, rabioso, el poder censor del Estado israelí. Si «Sinónimos», Oso de Oro en la Berlinale 2019, era una reflexión sobre la identidad judía en el exilio a través del lenguaje, «Ha’berech», a concurso en Cannes, utiliza la imagen –nerviosa, agresiva, desenfocada– para contar la rabia que un cineasta («alter ego» evidente al que Lapid retrata sin simpatías) siente por su país. La película, que rodó después de la muerte de su madre (montadora de todos sus filmes), es, en cierto sentido, la historia de un duelo, el que siente un artista por su patria; un duelo a gritos, incómodo y pesimista.
Hablando de duelos, François Ozon se ha atrevido con la eutanasia en «Tout s’est bien passé». Lo ha hecho siguiendo las pautas de «Gracias a Dios»: si allí se trataba de desdramatizar los abusos sexuales atendiendo al proceso de demandas judiciales interpuestas por las víctimas, aquí se trata de desdramatizar el suicidio asistido de un anciano perdiéndose en el laberinto de trámites que hay que seguir para convertirlo en realidad en Suiza (está prohibido en Francia). A vueltas con los tabúes sociales, a los que Ozon es tan aficionado, la película añade toques de comedia negra que no acaban de cuajar en un conjunto demasiado plano para los cambios de registro. Lo más interesante de «Tout s’est bien passé» es el examen de las dinámicas y exigencias emocionales de una familia disfuncional, sobre todo en lo que atañe a la relación entre el padre gruñón que quiere morir (André Dussolier, con un ictus postizo) y su hija pequeña (Sophie Marceau), la ejecutora eutanásica.
También a concurso, del Chad nos llegó «Lingui», de Mahamat Saleh-Haroun. En la prístina sencillez de su relato encontramos una reivindicación de la madre coraje, o de la figura femenina que tiene que hacerse oír en una cultura violentamente patriarcal. La hija de la protagonista, una chica de quince años, se ha quedado embarazada, y su madre mueve cielo y tierra para que aborte, en un país en el que está penado con la cárcel. En una película en la que los personajes masculinos no existen o son fuente de desgracia, el director de «El hombre que grita» celebra la fuerza moral de las mujeres, dispuestas a ayudarse entre ellas con generosidad infinita para luchar contra la opresión ejercida por el patriarcado. Mensaje directo, simple y eficaz para subrayar el compromiso del festival con un feminismo que despliega su energía desde la periferia de la acomodada sociedad occidental.