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El misterioso final de Jim Morrison: la tragedia griega del rock

El líder de The Doors, de cuya muerte se cumplen 50 años, fue, antes que una estrella de la música, un gran escritor: un libro le rinde justicia poética
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Frente a los clichés, más allá del poderío sexual o de la esotérica imagen del Rey Lagarto, hay un Jim Morrison auténtico y profundo, más real. Detrás de esa apariencia o máscara existe un literato, un poeta de alta graduación que fue engullido por el personaje público y por la maldición de los suicidas. Porque una muerte sobrevenida a los 27 años es un baldón tan oscuro como quitarse la vida, y a Morrison, de cuyo final se cumplen 50 años, se le adeuda un reconocimiento como autor de algunas de las letras -y versos, aunque encuadernados como poesía- más destacadas de la literatura americana de la segunda mitad del pasado siglo. Su altura literaria y sus ideas sobre la dimensión escénica de la música popular quizá no hayan sido reconocidas convenientemente, pero las llevó tan hasta las últimas consecuencias que Morrison creía que el rock era deudor de la tragedia griega y convirtió su propia vida en la encarnación de Dioniso. ¿Y qué mayor vena literaria cabe que dejar una muerte tan incierta? “Muchos años más tarde, la gente todavía se pregunta: ¿está realmente muerto Jim Morrison? Y ¿cómo murió?”, se cuestiona a su vez Alberto Manzano, poeta, traductor de canciones y autor de “Jim Morrison. Cuando la música acabe apaga las luces” (Libros Cúpula), un libro que trata de hacerle justicia, poética al menos, a un artista total. “Poca gente se interesa por saber lo que dicen los grandes poetas del rock en su obra”.
Creció leyendo y odiando a su padre, militar, por sus ausencias. Cuando tenía cuatro años, presencian un accidente de tráfico de una camioneta cargada de indios obreros. Toda la carretera está llena de indios moribundos esparcidos. Cuando el coche se aleja, el pequeño siente cómo de uno de aquellos cadáveres salta un espíritu y entra en su cuerpo y le posee, o, al menos, así lo contará después. Morrison tiene un gran sueño, que es ser poeta, escritor o, en su defecto, director de cine. Compartió clase con Francis Ford Coppola, en la UCLA, en el año 1964, donde conoce a sus compañeros de banda con los que diserta sobre cuestiones filosóficas y literarias. Compiten para ver quién sabe más de Nietsche. Hasta que un día, su amigo Ray Manzarek le pide ayuda. Él y su grupo van a tocar a una fiesta y uno de sus músicos no puede asistir. Si no son cinco, no cobran. Así que le pide que vaya y que toque una guitarra desenchufada. Esa noche, Jim descubre dos cosas: es el dinero más fácil que ha ganado en su vida y también una de sus mejores experiencias sobrio.
Ascetas vs. dionisíacos
El poeta universitario era un verdadero “vagabundo del dharma”, en palabras de Kerouac. “Dormía poco y comía menos, salvo para engullir ácido”, escribe Manzano. Influido por “Las puertas de la percepción” de Aldous Huxley, “tragaba tabletas de ácido como si fueran cacahuetes, terrones de LSD y bolsas de hierba procedentes de México”. Jim consume también amobarbital, un barbitúrico de propiedades hipnótico-sedantes que distorsiona la percepción sensorial. Y el nombre de su nuevo grupo está escrito en ácido: The Doors alude a la percepción y lo desconocido, es el puro “zeitgeist” de la época. Sin embargo, el fin último de Morrison como poeta y rockero era liberar a la gente que escuchase sus letras. Pero nunca desde la ingenuidad “flower power” del hippismo más fatuo, sino como una invitación a presenciar el lado oscuro y la negrura para escapar de ella. Frente al interés de su amigo Manzarek por la meditación trascendental y las prácticas espirituales, él “creía que la verdadera senda eran las drogas y el chamanismo. Uno era un asceta practicante y el otro se revolvía en lo dionisíaco”. Escribía conjuros que sonaban a canciones. “Es una poesía esotérica, con cierto ocultismo, y conviene que seas una persona iniciada antes que nada -dice Manzano en conversación telefónica-. Es muy hábil escondiendo cosas en las palabras y conectando la belleza con una verdad recóndita.
A pesar de haberse criado en diferentes estados del país, el líder de los Doors se considera angelino y lo es genuinamente. Su obra literaria tiene más sentido si se vive en una ciudad de centenares de kilómetros cuadrados en la que se extienden las mismas calles, esquinas, gasolineras, McDonald’s, aceras bajo el implacable sol, indistinguibles unas de otras, tan escasamente humana. Una ciudad en el límite de la realidad y de la habitabilidad. Perfecta para concebir esas canciones preñadas de visiones de muerte y locura, de sexo y vísceras. “Para Morrison, a un nivel metafórico, Los Ángeles era una película sin final en la que todos los actores son también espectadores, en la que cualquier realidad es también un artificio (…). Una película que le fascinaba con horror”, escribe Manzano.
La formación de Jim, Ray Manzarek, John Densmore y Robby Krieger se va haciendo sólida. Se abren camino en el Whiskey a Go Go, con su lenguaje obsceno y los movimientos aún más provocadores del cantante, que pronto convoca una legión femenina de culto a su personalidad. Todo el mundo dice que está loco. “En su perfecta representación de Dioniso (…), Morrison seducía físicamente mientras rapsodiaba, pero su encanto estaba articulado a una vena intelectual, enigmática, imprevisible, que dejaba al público patidifuso. Era puro teatro musical, teatro poético del bueno”. El otro gran ídolo del músico era Antonin Artaud y su teatro de la crueldad.
Un chamán en escena
Declamaba, salmodiaba, improvisaba y manejaba a las audiencias como un chamán, alternando los gritos demenciales con un silencio absoluto hasta casi hacer perder los nervios a sus seguidores, para ver hasta cuánto son capaces de aguantar. Hasta cuatro minutos llegó a estar callado en una ocasión, con los músicos quietos y el público escuchando sus latidos a punto del ataque de nervios. Morrison lo hacía para jugar con ellos, para sacarles de quicio, para negarles lo que querían, el éxtasis, el espectáculo. Así lo describía el Rey Lagarto: “Es el mismo rito que celebraban los antiguos. Los Doors respondemos a la misma necesidad humana que la tragedia griega. A veces me gusta considerar la historia del rock & roll exactamente igual al origen del drama griego que comenzó en la época de la trilla y que, originalmente, no eran más que un grupo de adoradores que cantaban”. Él fue la línea que unía a Nietzsche y la tragedia con el teatro rock de Artaud. La poesía, el teatro y la música unidos en ofrenda a Dioniso. Ah, y el sexo, claro. La presencia de un adán demoníaco de un magnetismo absoluto.
Tanto era de excesivo que les echaron del Whiskey por sus blasfemias. Y eso que, cuando no estaban los Doors, el local no debía parecerse a una parroquia de jesuitas precisamente. Sin embargo, escuchar el “father, I want to kill you / mother, I want to fuck you” de “The End” antes de que se hiciera famosa debía parecerle obra de un desviado incluso a los más crápulas nocturnos. En esa canción, influida por el psicoanálisis freudiano, daba rienda suelta a su resentimiento infantil con el almirante Morrison, su padre. Lo que no sabía el dueño del bar es que tres días antes de darles la patada en el culo, The Doors habían firmado su primer contrato con Elektra. En ese momento despegó a carrera de la banda, que pasó al estrellato absoluto con el primer disco. Cobraban 35.000 dólares por tocar y no admitían aforos inferiores a 10.000 personas. Sin embargo, las grandes exigencias de la industria, los contratos, las giras y el acoso policial que sufre el grupo, conocido por su público con tendencia al motín, les desgastan. Morrison prefiere sus poemarios, está harto de todo.
Hastiado, puede, pero su final no estaba en el guión. Fue en París, en extrañas circunstancias. “Yo tengo mi opinión, claro -dice Manzano-. Si te paras a pensar seriamente en el misterio de que solo Pamela vio el cadáver junto con el médico que firmó el acta de defunción, con graves errores, por cierto, crea cierta duda o intriga. De hecho, al médico nadie le ha podido localizar después para hablar con él. Según el acta muere de un paro cardiaco, pero eso le pasa a todo el mundo que se muere. Lo normal es que haya algo que lo provoque, que es lo que no está claro. Pamela llama a la oficina 24 horas después y le entierran cuatro gatos en París. ¿Qué vergüenza había para hacerlo así si supuestamente era una sobredosis cuando hacía poco había pasado con Janis Joplin y Jimi Hendrix? ¿qué vergüenza había? Además, Morrison no era heroinómano, su compañera Pamela, sí. Pero él tenía pánico a las agujas”, explica Manzano, que tira de fantasía: “Yo siempre he creído porque me encanta jugar con la imaginación, que fue una película que se montó. Que quiso desaparecer del mundo. Estaba harto de los Doors, del mainstream, del negocio. De las obligaciones contractuales. Era demasiada presión. Y creo que vive en un pueblo pesquero, en una costa de África escribiendo sus poemas de forma anónima y que está de puta madre. Lejos del mundanal ruido. Pero ¿quién lo sabe? Me gusta especular, sobre todo cuando hay tanta base en torno a la gran duda”. Sería el mayor montaje de la historia, algo que encaja perfectamente con su personalidad. Manzano ríe. “¿Verdad? Pocas personas como él hubiesen sido capaces de semejante circo”.