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Muere Francisco Brines a los 89 años

El poeta, que el pasado 12 de mayo había recibido el Premio Cervantes de manos de los Reyes de España, ha fallecido a las 21.50 horas después de varios días hospitalizado
Kai FörsterlingEFE
La Razón

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Hace escasas fechas, el escritor y profesor Pedro García Cueto publicaba, en la editorial Huerga & Fierro, un libro de poesía sobre el último premio Cervantes, Francisco Brines, el poeta que fuera visitado por los reyes Felipe VI y Letizia, en su casa de Elca, en el capo de Oliva –donde había nacido en 1932–, para darle en mano el mayor galardón de nuestras letras. Así, en “Francisco Brines, el otoño de un poeta”, este especialista en poesía española, autor de tres ensayos sobre la vida y la obra de Juan Gil-Albert y otro sobre doce poetas valencianos contemporáneos, llevaba a cabo el propósito siguiente: reivindicar su poesía desde las influencias de Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda; lo hacía recorriendo toda la obra del autor valenciano, haciendo hincapié en su profunda poesía existencial y metafísica, en los temas del tiempo y en el recuerdo de la infancia.
Esa larga andadura que ha tenido un colofón cervantino siempre se mantuvo en el estío, en la primavera, podría decirse, por su viveza de escritura, por el interés que suscitaban sus libros, desde su debut, inmejorable para un poeta, con “Las brasas” (1959), pues ganó con él el Premio Adonais. García Cueto habla de lo otoñal, lo crepuscular –él, que firmó el libro “El otoño de las rosas”, una suerte de mezcla de pena elegiaco y fulgor vitalista–, en una obra que enseguida fue considerada por los mejores estudiosos, pues no en vano en 1966 obtuvo el Premio Nacional de la Crítica por “Palabras en la oscuridad” (1966) y fue incluido por José Batlló en la “Antología de la nueva poesía española” en 1968. Él, sin embargo, se alejaba de lo que era preponderante en aquella época, la poesía de corte social dentro de un contexto que ha resultado de gran atractivo para diversos especialistas, que lo han tratado casi como de un despertar artístico en relación a las poéticas anteriores.
Entre ellos, Andrew Debicki, que en 1981, en la nota a su libro “Poesía del conocimiento. La generación española de 1956-1971” –donde estudió la obra de Brines, Claudio Rodríguez, Ángel González, Gloria Fuertes, José Ángel Valente, Jaime Gil de Biedma, Carlos Sahagún, Eladio Cabañero, Ángel Crespo y Manuel Mantero–, advirtió «la importancia de dicha poesía y hasta qué punto representaba una ruptura con relación a los estilos y cánones de los primeros años de la posguerra. Vine, sobre todo, a darme cuenta de que los poetas más recientes empleaban el lenguaje cotidiano y las técnicas narrativas de modos altamente inventivos. Y, aunque a primera vista, algunas de sus obras podían asemejarse a la poesía “realista” de sus inmediatos predecesores, exhibían, no obstante, un tipo de control artístico original y novedoso, vehiculando una gran riqueza de sentidos y perspectivas».
Esta descripción concuerda con un Brines que, mediante versos que alentó lo homosexual, poetizó la búsqueda de la pureza, que publicó su último poemario en el lejano 1955, “La última costa”, donde parecía que escribía desde una orilla remota, con el tono de un melancólico atardecer, casi como si se estuviera despidiendo al emprender un último viaje. Por eso aparecían en aquellas páginas secuencias de una esporádica y cada vez más huidiza felicidad pretérita, el tópico del paraíso infantil, pero también, cómo no, la inminencia de la muerte, siempre implacable pero a la vez que había que mirar con ánimo templado.
Licenciado en Derecho, Filosofía y Letras e Historia, doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Valencia, lector de literatura española en la Universidad de Cambridge y profesor de español en Oxford… Trayectoria imponente académica que fue superada por su condición espiritual, íntima, poética, que tuvo, en el volumen de su poesía completa, en la editorial Tusquets, “Ensayo de una despedida”: otra manera de afrontar el adiós antes de marcharse definitivamente; como sucedió ayer, poco después de ser intervenido por una hernia en el Hospital de Gandía. «Estimo particularmente, como poeta y como lector, aquella poesía que se ejercita con afán de conocimiento y aquella que hace revivir la pasión de la vida. La primera nos hace más lúcidos; la segunda, más intensos», dejó dicho, ya para siempre.
UN POETA TARDÍO, UN GENIO TEMPRANO
Por Ángeles LÓPEZ
Ha muerto, porque todos morimos de nuestra propia muerte, el último Premio Cervantes que rompió todas las costuras entre la entraña y la sabiduría. Nos deja la pausa, la herencia entre el clasicismo y el hedonismo de la tierra luminosa que le vio nacer, Oliva (Valencia). Supo, perfectamente, qué hacer con su vida y con su pluma desde su infancia entre Marsella y San Sebastián, donde se fue forjando su idea de la belleza y la pérdida. Cuando se convirtió estudiante de Derecho entre Deusto, Valencia y Salamanca, antes de recalar en Madrid, ya elucubraba los versos de su primer poemario, Las brasas (Premio Adonais 1959). Tarde para un poeta, pronto para la travesía de un genio. Le olía el cuerpo a Cernuda y a sensualidad; la primera seña de identidad de su poesía sensorial. Aunque luego fue compañero del alma y vecino de Caballero Bonald, y perteneciera a la nómina de la Generación del 50, Brines siempre fue un alma libre. Distinta y heterodoxa porque navegaba entre el ensimismamiento y la lubricidad. Exquisitez y sordidez aunadas en los mejores versos. Compactos, espléndidos. Así nacen sus poemarios con laxitud en el tiempo: Aún no, de 1971. Insistencias en Luzbel, de 1977. El otoño de las rosas, de 1986 (Premio Nacional de Poesía). La última costa, de 1995... Conocemos a sus afines: Luis Antonio de Villena, Fernando Delgado, Carlos Marzal, Vicente Gallego, Jaime Siles, Guillermo Carnero, pero siempre ignoro si los nuestros nos hacen mejores. Solo sé que el maestro vivió para y por la poesía “aunque mi existencia ha sido modesta es la que considero más asequible a mí. Debo decir que ha sido maravillosa”. Tomó la realidad como un verdadero delirio consensuado consigo mismo, con un verso bordado en amarillo genista y una voluntad entre lo ascético y lo epifánico. Jamás pretendió ser el más singular de ente sus pares pero sí sobrevivir poéticamente como él mismo. Que no es poca cosa, pues su verbo era expresión única y verdadera de tolerancia, aceptación y empatía. Hasta su último aliento apaciguó las fauces de la fiera eterna que araña a cualquier poeta: “Como si nada hubiera sucedido/ Ese es mi resumen/ y éste en él mi epitafio”. Maestro: Te esperamos en la barandilla de todos tus versos.